El agotamiento del positivismo No sólo el abrupto final de la Guerra Fría desbrozó el camino para el constructivismo. Como ya señalábamos en la primera parte, también hubo agotamientos y desarrollos conceptuales y epistemológicos, tanto a nivel de las ciencias sociales como de la filosofía, que llamaron a replantear el problema de las relaciones internacionales por fuera de la ya vetusta dicotomía realismo versus liberalismo. Uno de los procesos más importantes que incidieron en la conformación del constructivismo, fue el progresivo debilitamiento del positivismo para los años 70 y 80, el cual había funcionado como base epistemológica del realismo y, aunque en menor medida, también del liberalismo. Hay que apuntar aquí que ese agotamiento no se constató solamente en el ámbito específico de las Relaciones Internacionales sino que afectó más ampliamente a todas las ciencias sociales y aún más allá. El autor constructivista Nicholas Onuf, en su texto The Strange Career of Constructivism in International Relations (2002), describe muy bien el ambiente intelectual de esos años, cuando se comenzara a sospechar y, más aún, a cuestionar abiertamente los fundamentos de la ciencia positivista. Así señala: "Scholars have always raised questions about accepted ways of seeing. Beginning in the 1970s, their numbers increased, in the 1980s dramatically. Some critics came to the radical conclusion that we know not what we see, and delude ourselves into thinking that we do. A few others began to see worlds as never-ending construction projects involving even themselves as agents, and realized that they needed new and different tools—tools for making worlds and not just for seeing them." (Onuf, 2002). Lo que estaba sucediendo era, nada menos, que una auténtica revolución epistemológica acaecida en el seno mismo del pensamiento occidental, que no pudo menos que repercutir en las Relaciones Internacionales. Es que nos encontramos en los albores de la posmodernidad y, por lo tanto, se advierte ya un profundo desgaste de los llamados meta-relatos típicos de la Modernidad, que, como señala Lyotard en su La condición posmoderna (1979), habían apuntalado el desarrollo de la ciencia moderna: el más importante de ellos, el del "progreso". En efecto, es por entonces que el "binomio indisociable" ciencia-progreso, sobre el cual la Ilustración había montado un proyecto civilizatorio de una ética, una política y, en fin, de una sociedad "científica", comenzó a resquebrajarse. Los Bachelard y los Kuhn, en la estela de la revolución de Einstein, y luego los Lakatos y los Feyerabend dejaron en claro que el progreso en materia de conocimiento era decididamente más complicado que simplemente acumular y avanzar linealmente, como habían previsto inicialmente los Turgot y los Condorcet y, en general, el grueso de Las Luces. Por otro lado, también se suscitaron en el campo de la antropología, de la sociología, de la lingüística y de la semiótica varias coupures épistémologiques cuyo resultado más significativo, siendo esquemáticos, fue el de hacer patentes las carencias del estructuralismo en la comprensión de la realidad social. Pero lo importante a destacar, a los efectos de este trabajo, de todas estas "revoluciones" es que todas ellas convergieron en señalar, principalmente para los 70, que muchas de las asunciones de la ciencia positivista resultaban, en realidad, insostenibles a la luz de los nuevos desarrollos conceptuales. En particular, la idea de que era posible acceder transparentemente a la naturaleza de las cosas y de que se podía estudiar a la sociedad de la misma manera que cualquier otro "hecho natural", como pretendía Durkheim en la misma dirección que Marx y Comte, pasó a ser concebida más como la expresión de un deseo totalmente utópico que como una posibilidad certera sobre la cual fundamentar el conocimiento científico. Esa objetividad realista a la que habían aspirado tanto el positivismo como el neopositivismo se transformó en una quimera ya que se argumentaba que toda imagen de la Naturaleza, incluida, claro está, la imagen de la sociedad misma, por más distante que fuera simbólicamente hablando, presupone siempre al hombre no sólo como observador pasivo sino como constructor activo del objeto al que se enfrenta. En otras palabras: el nuevo paradigma epistemológico afirmaba que no hay fenómeno sin sujeto puesto que el segundo es la condición de posibilidad del primero. Y ello, amén de Kant, ya lo había visto Heisenberg para la física de los años 30, cuánto más válido era para las ciencias sociales de los años 70. De esa forma, se comenzó a trabajar sobre la concepción de que tanto el "objeto" sociedad como su conocimiento eran, en verdad, un ente artificial, una "techné" o construcción como la definió Hobbes en su momento. Quizás la corriente que más haya trabajado con esta concepción, sobre todo con la idea de que la sociedad es una suerte de artefacto, fue la ecléctica Escuela Inglesa de Relaciones Internacionales, que tomó renovados impulsos con las obras de Wight, Bull, Vigezzi y Dunne, entre otros, a partir de los años 80. Por ese carril, la Escuela Inglesa abandonaba el crudo cientificismo del positivismo, del que el realismo era claro portador y que ignoraba raudamente la especificidad ontológica de la esfera humana además de hipostasiar las relaciones internacionales al equiparlas con el resto de los hechos del mundo natural. Para esta nueva corriente de pensamiento de relaciones internacionales, sino ya constructivista, al menos claramente proto-constructivista, la anarquía del sistema internacional no es una estructura que, por sí misma, determine automáticamente una situación de self-help por parte de los Estados, como describe Waltz. Los mismos no se comportan solamente en base al principio hiper-racionalista de costo-beneficio sino que comparten con otros Estados intereses comunes y, en virtud de ellos, pueden, como había imaginado el contractualismo, decidir establecer normas e instituciones que regulen las interacciones. De esa forma, les es otorgada a los Estados la potestad de convertir esa anarquía estructural dada en algo diferente que un sistema en donde sólo se pueda practicar un egoísmo feudal. Por otro lado, por esos años se asiste también a la emergencia del concepto de identidad tanto en sociología, en filosofía como en ciencia política, que trajo aparejado un renovado interés por el estudio de la cultura, propio de las teorías posmarxistas. A ello se sumó luego la ya mencionada caída del comunismo, lo que despertó una preocupación por las identidades nacionales que habían sido largamente ensombrecidas por el bicromatismo de la Guerra Fría. Además de otros autores, quizás haya sido Bourdieu uno de los sociólogos más influyentes en dedicarle un lugar privilegiado en su reflexión al tema de la identidad y del multiculturalismo –recuérdese, simplemente, a título de ejemplo, su L'identité et la représentation (1980)–. En este punto, hay que decir que Bourdieu no descarta el estructuralismo: lo que hace es historizarlo y dotarlo de una dimensión subjetiva, al concebir a las estructuras sociales, no como un fenómeno natural de orden objetivo sino como producto de una historia colectiva, tejida constantemente por las prácticas sociales y, por lo tanto, no determinista. De esa manera, Bourdieu no sólo le imprime a la idea de estructura un nuevo significado sino que lo hace de tal modo que, al mismo tiempo, logra también recuperar, por la vía de rescatar la intersubjetividad, la importancia de la agencia en la definición y conformación de cualquier estructura. Por otro lado, el concepto de identidad también se volvió fundamental para atacar las teorías de la elección racional, que eran la consecuencia natural del modelo positivista de ciencia. Dichas teorías, aún para finales de los 70 gozaban de buena salud –de hecho, el Theory of International Politics (1979) de Waltz es un ejemplo de esa metodología– y permitieron fundamentar lo que se dio en llamar el "twinning" del neorrealismo y del neoliberalismo de los años 80 (Baldwin, 1993). Los modelos matemáticos y la formalización pasaron a dominar la escena, y en algunos círculos académicos hasta el día de hoy. Pero las ciencias sociales, poco a poco, se despegaron de este modelo y, en su lugar, señalaron que los intereses, sean éstos individuales o colectivos, no están simplemente dados a priori por ocupar un determinado lugar o función en la estructura sino que se configuran libremente en el incesante juego de las subjetividades. Demás está decir que todas estas innovaciones conceptuales y metodológicas que mencionamos serán cristalizadas por la teoría constructivista, en lo que Onuf llama el constructivistic turn, y, en particular, por los textos de Wendt que, en general, estarán fuertemente impregnados de una tónica sociológica. Esas innovaciones van a dar lugar a lo que aquí llamaremos la revolución "onto-epistemológica" del constructivismo, la que veremos en la siguiente parte. Sobre el autorLic. en Estudios Internacionales Universidad ORT-Uruguay Maestrando en Filosofía Contemporánea
"Wir leben immer in einer Welt,die wir uns selbst bilden." Johann G. Herder "We construct worlds we knowin a world we do not." Nicholas Onuf Introducción Es indiscutible que en los últimos años –grosso modo, desde finales de los 80' hasta esta parte- el constructivismo se ha consolidado como una de las alternativas más sólidas a las teorías realistas y liberales, que, desde el fin de la Primera Guerra Mundial, ejercieron un dominio indiscutido, y aparentemente indiscutible, sobre la reflexión internacional. En la presente tríada de artículos pretendemos explicar a qué se debe ese particular suceso de este nuevo paradigma a la vez que intentaremos poner de relieve la "diferencia específica" del constructivismo con respecto al resto de las teorías de RRII. En esta primera parte abordaremos las condiciones históricas e intelectuales que propiciaron al auge del constructivismo, mientras que en las dos siguientes trataremos respectivamente del declive del positivismo y de la contribución propiamente dicha de la teoría constructivista al estudio de las RRII. a) El auge del constructivismo El World of Our Making (1989) de Nicholas Onuf junto con el Anarchy is What States Make of It (1992) de Alexander Wendt son dos de los textos fundacionales del constructivismo en las RRII y constituyeron un punto de inflexión en la historia del pensamiento teórico de la disciplina. Y ello porque, ante todo, lo que Onuf y Wendt lograron hacer con sus respectivas propuestas fue romper con el modelo ontológico y epistemológico positivista que tanto el realismo como el liberalismo presuponían, tal vez no del todo conscientes, y en cuyo marco se había desarrollado toda la discusión teórica en RRII desde principios de siglo XX. Haciéndose eco de los desarrollos acumulados durante décadas en las áreas de la filosofía, de la antropología, de la lingüística y especialmente de la sociología, el constructivismo, en un movimiento kuhniano, propuso para la disciplina un cambio radical de paradigma. Escudado en su nueva epistemología, el constructivismo se abrió paso justamente por allí donde el realismo y el liberalismo, y sus respectivas versiones "neo", o bien no habían explorado lo suficiente o bien ni siquiera lo habían intentado debido a un esencial desinterés teórico. De esa forma, el constructivismo cobró un fuerte impulso, y fue así que la literatura de dicho enfoque virtualmente explotara para los años 90. Quizás los ejemplos más destacados de esa inusitada proliferación sean el National Interests in International Society (1996) de Crawford, el Legitimacy and Power Politics (2002) de Bukovansky, el Revolutions in Sovereignty (2001) de Philpott, Rethinking the World: Great Power Strategies and International Order (2007) de Legro, entre otros autores. Con esta prodigiosa producción intelectual, se redescubrieron viejos problemas, más que nada los ligados a la contingencia histórica, y se iluminaron otros, tales como los del origen, significación y legitimación de la idea de soberanía. Problemáticas todas que las teorías realistas y liberales habían sencillamente ignorado, al haberse anclado en enfoques más bien del tipo estructuralista e institucionalista, de corte positivista y racionalista, de preeminente carácter transhistórico. En ese punto es bueno advertir que, en realidad, y a la luz de los múltiples desarrollos que ha tenido recientemente, no es preciso hablar de "el" constructivismo, como si fuera una corriente única, internamente consistente. Existen, como en el caso del realismo y del liberalismo, dentro del mismo paradigma constructivista distintos acentos y enfoques, que han pautado diferencias tanto en las líneas de investigación como propiamente teóricas. De hecho, es porque los desarrollos del constructivismo fueron tan rápidos como dispares, que, como muy bien retrata Stefano Guizzini en su "Reconstruction of Constructivism in International Relations" (2000), algunos autores, como Adler, Checkel, Hopf y también él mismo, se han empeñado en la tarea de reconstruir, con vocación sistematizadora, la coherencia interna del movimiento, amenazada, en algún punto, por la avalancha de artículos de eclécticas perspectivas que aparecieron en los últimos años. Pero las razones para este particular auge del constructivismo, son varias. Sin embargo, a grandes rasgos las podemos dividir en dos: por un lado, las exógenas, es decir, las que provienen por fuera de la reflexión teórica propiamente dicha y, por otro, las endógenas, a saber, las que surgen de un desarrollo interno sea al pensamiento internacional mismo o en disciplinas aledañas. Comencemos por las primeras. b)Caída de la URSS y sus implicaciones teóricas Uno de los factores exógenos que más coadyuvó a la envión constructivista de los años 90 fue, sin dudas, la inesperada caída del muro de Berlin y el subsiguiente derrumbamiento de la URSS. El motivo por el cual estos acontecimientos fertilizaron el terreno para el constructivismo es muy sencillo y evidente: los mismos marcaban el fin de la Guerra Fría, y significaban, por sobre todo, el final del marco histórico-estructural que había amparado la emergencia de varias teorías de RRII, sobre todo, el neorrealismo de Waltz y el neoliberalismo de Keohane y Nye, que habían ejercido un predominio casi monopólico. En general despreocupadas por comprender los cambios sistémicos, puesto que éstos, se aducía, eran excepcionales, ambas teorías se vieron totalmente sorprendidas por los sucesos históricos que desencadenaron el final del comunismo y de una bipolaridad que se había creído falazmente como sempiterna. Es que esos cambios difícilmente podían ser explicados o predichos por unas teorías de fuerte prosapia positivista como las suyas, siempre desveladas por intentar desentrañar las hipotéticas leyes naturales que regirían la estructura objetiva e invariable del sistema internacional, que por atender las contingencias históricas, a menudo retratadas como accidentales o accesorias. Pero, por su magnitud para el sistema internacional en su conjunto, el desplome de la Unión Soviética y, como consecuencia, de toda la estructura político-ideológica que se había montado alrededor de ella, no podía ser, bajo ningún punto de vista, un episodio histórico teóricamente marginalizable: convocaba a una reflexión profunda no sólo sobre la naturaleza del sistema internacional sino también sobre los fundamentos y, por ende, la validez de los enfoques teóricos planteados hasta el momento. Y es que, ante todo, la debacle soviética trajo al centro de la escena lo que el realismo y el liberalismo se habían empeñado en negar: en primer lugar, la ineludible importancia de la historia a la hora de entender el desarrollo de las RRII y, en segundo lugar, la necesidad de elaborar una teoría que efectivamente pensara los cambios estructurales y no como meras excepciones. Hasta entonces, principalmente el realismo, se había enfocado en la producción de un herramental teórico que pudiera dar cuenta, en clave fuertemente cientificista y mecanicista, del funcionamiento de la estructura internacional. Pero, por otro lado, estaba completamente huérfano de toda reflexión metafísica sobre la naturaleza profunda de ésa estructura: a saber, su origen histórico, sus despliegues internos y su temporalidad. Tenía una teoría sobre cómo se daban las interacciones al interior de la estructura, no obstante, carecía de una teoría sobre la estructura misma. Simplemente se asumía que estaba "dada", como el mundo trascendental de Platón o las ideas innatas de Descartes, y que, teniendo ese supuesto como base, podrían descubrirse sin más los patrones básicos del comportamiento internacional. Sin embargo, ¿cómo era posible explicar la Perestroika y la Glásnost de Gorvachov parados desde el paradigma realista que asumía, con bastante ligereza, la existencia de una estructura a priori y supuestamente atemporal? Con la caída de la URSS, no pudo sino reconocerse o, mejor dicho, terminar de reconocerse, que el mundo internacional era definitivamente más complejo de lo que señalaban los presupuestos del realismo, cuya larga hegemonía teórica en la disciplina comenzaba a ser rápidamente socavada. En general, los realistas se vieron obligados a aceptar que, a la luz de lo sucedido, en la estructura internacional existen, cuanto menos, algunos "puntos de fuga" por donde su teoría falla. Es que el fin del mundo bipolar reveló que no bastaba sólo con "medir" el poder nacional, definido generalmente en términos materiales, identificar la posición de los actores (Estados) en el sistema y, a partir de allí, derivar, como en un silogismo, unos intereses nacionales que aparentemente estarían abstraídos del espacio y del tiempo. Por otro lado, tampoco satisfacían los intentos, para finales de los años 90, más cosméticos que sustantivos, emprendidos por el realismo neoclásico de autores como Rose, Aferro y Labell, que buscaban matizar el materialismo, por momentos recalcitrante, del realismo así como su enfoque metodológico preeminentemente holista, cuando señalaban respectivamente la importancia de las ideas y de las elites en la toma de decisiones. El problema con estos intentos de revitalización del realismo es que, en lo esencial, mantenían el mecanicismo tosco sobre el cual el realismo había fundamentado su estructuralismo y con el cual había funcionado sin mayores dificultades por más de medio siglo. Pero justamente era ése mecanicismo lo que había que reformular. Entiéndase bien, no se trataba de abandonar completamente el estructuralismo, si bien eso fue lo que propusieron en general las teorías posmodernas, sino de señalar sus evidentes carencias y limitaciones teóricas. En ese sentido, podemos decir que luego de la caída de la cortina de hierro, se convino en señalar que una teoría materialista del sistema internacional era ciertamente necesaria pero, en ningún caso, suficiente por sí misma para agotar la complejidad intrínseca de las RRII. Siendo muy lacónicos, podemos decir que la tarea urgente era la siguiente: había que conservar el estructuralismo pero, a la vez, había que superarlo, poniéndolo en nuevos términos. Y fue precisamente labor, casi hegeliana por lo que tiene de dialéctica, la que llevó a cabo el constructivismo al conjugar el enfoque estructuralista con una perspectiva, más que idealista –puesto que el concepto tiene connotaciones epistemológicas que no son asimilables al constructivismo– ideacionista ya que subraya la importancia de la intersubjetividad, de las ideas y de la historicidad en la conformación de cualquier estructura social, sea nacional o internacional. Con esta perspectiva teórica novedosa, el constructivismo se volvió rápidamente exitoso en los círculos académicos pues con su parsimonia característica evita caer tanto en los excesos del materialismo como en los del idealismo, logró conquistar el llamado middle ground entre la teoría realista y liberal, que había estado vacante durante mucho tiempo y que el post-estructuralismo de las teorías posmodernas no supo cómo capitalizar. Otro factor que coadyuvó a allanar el camino al constructivismo fue sin dudas el agotamiento de la concepción positivista de la ciencia, al cual le dedicaremos íntegramente la siguiente parte. Sobre el autorLic. en Estudios Internacionales Universidad ORT-Uruguay Maestrando en Filosofía Contemporánea
En el presente artículo haremos una comparación entre la concepción de los derechos individuales del utilitarismo y del liberalismo libertario. Si el primero pone el acento en el logro de la felicidad general, a la cual se deberán ajustar los derechos individuales, el segundo, como veremos, se afinca en una defensa encendida de la idea de los derechos naturales y del principio de auto-posesión. Más allá de las limitaciones y fortalezas de cada postura, lo importante a destacar es que ambas teorías han sido considerablemente influyentes en la toma de decisiones pública en este último tiempo. Lo que amerita la breve introducción que aquí proponemos.El utilitarismoLos derechos individuales en el utilitarismoEl utilitarismo tiene una relación de tensión con los derechos individuales. Como, esta doctrina, ha definido que la concepción de bien a seguir por la sociedad es la felicidad del mayor número, los derechos individuales sólo entran en la ecuación cuando modifican la felicidad general. En ese sentido, la concepción de los derechos que defiende el utilitarismo es instrumental puesto que la defensa de los mismos dependerá de si éstos colaboran o no a mejorar el llamado bienestar agregado, que no es sino el reflejo de la felicidad social en un momento determinado. Cuando los derechos muestren redundar en favor del bienestar, entonces los utilitaristas abogarán por ellos. Pero en caso de afectar negativamente el balance general, los utilitaristas rechazarán la idea, liberal en esencia, de unos derechos naturales intocables y oponibles a cualquier intervención autoritaria. Para el utilitarismo, los derechos son justificables solamente a la luz de cuáles son sus consecuencias para la utilidad media de la sociedad, el que oficiará de criterio indiscutible de la toma de decisiones.Al asentarse en un empirismo estridente, el utilitarismo se opone a toda forma de construcción metafísica. De ese modo, cancela por la base misma la teoría sobra la que el liberalismo había fundamentado los derechos del hombre: el iusnaturalismo. En efecto, el utilitarismo, dada su afinidad filosófica con el positivismo decimonónico, desecha la idea de que la naturaleza entregó al hombre ciertos derechos intrínsecos, inalienables y fundamentales, anteriores a la configuración de la sociedad política. Para el razonamiento utilitarista, como ya criticaba Saint Simon, dicha teoría no es sino una pieza metafísica más, tan quimérica como la teología. A ello el utilitarismo contrapone la idea de que hay que trabajar en la consecución de un fin al que considera como empíricamente "dado" y "universal": el placer.Es por el tajante rechazo a toda metafísica que el utilitarismo carece, en última instancia, de una teoría de los derechos propia. Precisamente, lo que la teoría liberal llama derechos, para la teoría utilitarista no es más que un conjunto de beneficios contingentes que pueden ser otorgados o no en virtud de lo que dicte un cálculo de utilidad. En otras palabras, los derechos valen en la medida en que sirvan para maximizar la felicidad del mayor número.Es notorio que, al instrumentalizar los derechos individuales, el utilitarismo deja la puerta abierta para justificar políticas discriminatorias, como han señalado sus críticos. Y es que puede darse una situación en la que una vulneración de una minoría, sea religiosa, sexual, económica, etc., pudiera dar como resultado una mayor utilidad general. En ese caso, y dado que el utilitarismo no cuenta, como dijimos, con una teoría de los derechos, no habría a priori la posibilidad de invocar ningún supuesto derecho superior, que actuara como garantía contra el atropello público. Así, y al menos el utilitarismo más simplón, deja desprotegidos a aquellos cuyos derechos podrían ser más fácilmente vulnerados, como son los de las minorías. En efecto, no hace falta decir que, por definición, las minorías están condenadas a tener un impacto marginal en la utilidad media de la sociedad.Si bien el utilitarismo parte de una concepción individualista de la sociedad, es también cierto que el utilitarismo es, aunque suene contradictorio, profundamente anti-individualista. Explicamos esta paradoja. Aunque utiliza al individuo como unidad de medida para evaluar los niveles de bienestar general, ello no significa que el individuo tenga preeminencia en la doctrina utilitarista. Dicho sencillamente: el individualismo del utilitarismo es individualismo metodológico, no ontológico ni ético. Y ello porque, en realidad, al subrayar que lo importante es el bienestar agregado, el utilitarismo consagra la primacía de la sociedad sobre el individuo. Por otro lado, el utilitarismo no toma en serio la singularidad de los individuos puesto que reduce toda la pluralidad a un puñado de preferencias y deseos que, por otra parte, postula, sin más, son iguales en todos los hombres, en todas las épocas.Las teorías deontológicasLos derechos en el libertarismo: el caso de Robert NozickUna de las reacciones contra el paradigma utilitarista, muy influyente en la primera mitad del siglo XX, sobre todo en el mundo anglosajón, fue la aparición de la llamada filosofía libertaria. Esta concepción surge a partir de los años 70 y, en lo esencial, es feudataria del liberalismo clásico, más concretamente, de la filosofía de Locke (Parijs; Arnsperger, 2000: 43). A diferencia de lo que propone el utilitarismo, el libertarismo parte de la hipótesis iusnaturalista del estado de naturaleza y asevera la existencia de ciertos derechos naturales que, porque fueron gravados en la subjetividad de cada individuo, no pueden ser instrumentalizables por la sociedad o el gobierno.De la pléyade de autores, como Humboldt, Friedman, Mises, Hayek, Steiner, etc., que propiciaron la emergencia del liberalismo libertario a la escena política y económica, quizás haya sido Robert Nozick el que mayor impacto haya causado en los círculos intelectuales y más allá, al menos en lo que específicamente a la teoría política se refiere.El punto de partida de Nozick es la idea de la auto-propiedad. Según la misma, en el estado de naturaleza los individuos se poseen a sí mismos, de modo que hacen libre fruición de unos derechos naturales, a la vida, a la libertad y a la propiedad, prácticamente infinitos (Lambert; Roger: 1990). Dado ese principio de auto-propiedad, el individuo tiene un derecho absoluto a hacer con su persona lo que desee sin ningún tipo de restricción externa. Todo lo que sea hecho con su esfuerzo y con su talento es, como ya habían argumentado algunos escolásticos y el propio Locke, propiedad suya, tal y como si fueran una prolongación de su propio cuerpo que, en virtud de ello, no puede ser objeto de imposición alguna sin el consentimiento expreso.Ahora bien, a diferencia de Locke, en donde los individuos signan un contrato mediante el cual renuncian a algunos de sus derechos en pos de constituir una sociedad política, en el caso de Nozick, el surgimiento del Estado se da tras un proceso paulatino que involucra la creación de las llamadas agencias de protección. Estas instituciones son instauradas a través de diversos contratos para resolver los diferendos suscitados entre los individuos, quienes habrán dado previamente su consentimiento para someterse a ellas (Boss, 1987: 62). Luego de un derrotero que no viene al caso explicar, Nozick argumenta que una de esas agencias se convertirá en el llamado Estado mínimo, que no es sino el famoso Estado juez y gendarme del liberalismo clásico.Lo que Nozick quiere evitar con la idea de las agencias es que los individuos cedan más derechos de los estrictamente necesarios. En efecto, para cuando la agencia predominante se haya convertido efectivamente en un Estado, todos los individuos que integran el territorio de su competencia ya habrán otorgado su visto bueno para la emergencia de dicha institución, lo que implica que, por efecto de su propio consentimiento inicial, están obligados a acatar las decisiones que ésta tome con respecto a situaciones de disenso específicas. Así se cumple que los individuos entran al Estado, a la sociedad política, sin que se haya violado ninguno de sus derechos naturales.Dado que los individuos conservan sus derechos intactos, el Estado mínimo que emerge del proceso es el único Estado, para Nozick, constitutivamente justo. Todos los demás Estados welfaristas, como los que plantean los utilitaristas, así como los distributivos, como el que propone Rawls, constituyen, para el autor norteamericano, una flagrante violación al sagrado axioma de la auto-posesión. Y es que para incrementar la utilidad media de la sociedad o para distribuir un conjunto de bienes debo implementar necesariamente un sistema de impuestos. En la visión de Nozick, un impuesto, en la medida en que se instrumenta por la fuerza y no por el consentimiento, es sencillamente un robo, ya que lesiona el derecho absoluto de la auto-posesión al gravar lo que legítimamente le pertenece al individuo. Toda imposición, por más noble que sea fin, es una transgresión injustificable para Nozick.Que Nozick rechace tan tajantemente cualquier extralimitación de la sociedad, no obedece solamente a su defensa férrea de la idea de los derechos naturales. Su argumento tiene otra raíz que halla su origen en la filosofía de Kant y, en particular, en la segunda formulación del imperativo categórico. En efecto, según éste, los individuos no deben ser tratados nunca como medios para alcanzar un fin, sino como fines en sí mismos. Dicho de otro modo: el individuo debe ser contemplado como poseedor de un valor intrínseco más allá de cuál sea su utilidad para el resto del conjunto social. Es partiendo de esa base filosófica que Nozick interpreta que al gravar al individuo, en aras, por ejemplo, de generar una mejor redistribución, se está convirtiendo al individuo en un medio para fines que él mismo no dispone. El individuo deja de tener valor como tal, para pasar a ser visto como una mera fuente de ingresos. En contraposición, Nozick argumenta que el individuo está dotado de una dignidad genética que lo debería hacer inmune a la intervención arbitraria sea la de otro individuo o sea la del propio Estado. En la visión de Nozick, los derechos, por lo tanto, están dados, son absolutos e intransferibles y no pueden ser objeto de negociación.Es de recibo señalar que esta teoría de Nozick, como, en general, la de todos los libertarios, no proporciona ninguna definición de la vida buena. A diferencia de lo que planteaban los utilitaristas, que veían en la felicidad el fin último y supremo del hombre, Nozick no compone un ideal del buen vivir sino que apuesta a que cada individuo desarrolle su vida de acuerdo a sus convicciones y sea así un libre labrador de su destino. No hay un fin endosable a la sociedad como conjunto, sino que éste estará dado, más bien, por la suma de los fines espontáneos que los individuos se propongan cumplir. De ese modo, lo justo no será la maximización de la felicidad general, sino la protección de los derechos fundamentales, aquellos que le aseguran a los individuos la posibilidad de disponer de sí mismos y de lo que han producido conforme a su propia voluntad. Por lo anterior, es irrelevante si los comportamientos individuales conducen a desigualdad o si afectan el bienestar de algunos. El principio regulador de la sociedad es la protección de los derechos y es allí donde precisamente se ve el carácter netamente deontológico de la doctrina de Nozick.BibliografíaAguilar, Fernando. Teorías modernas de las justicia. Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá. [online] [citado 11 de agosto 2012]. 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Disponible en Internet: http://www.economist.com/node/352783 Sobre el autorLicenciado en Estudios Internacionales (Universidad ORT-Uruguay)
Tras una multitudinaria vigilia en las playas de Copacabana, que habría congregado a más de dos millones de jóvenes, casi tres, –una cifra récord para este tipo de eventos- venidos de todas partes del globo, se despidió finalmente este 28 de julio el flamante nuevo Papa Francisco, poniendo fin a su primer viaje internacional y cerrando una semana de apretada agenda en el marco de la XXVIII Jornada Mundial de la Juventud desarrollada en Rio de Janeiro. Si la misa de clausura fue impactante desde el punto de vista de la asistencia pública, hay que decir que tanto la apertura del evento como su desarrollo no fueron menos espectaculares. Llegado el 22 de julio, el Papa, motu proprio, recorrió las abarrotadas calles céntricas de Río en el clásico "papamóvil" con el objetivo de encontrarse "cara a cara" con el "pueblo", lo que en los hechos significó saludar a algunos de los cientos de miles de peregrinos que lo seguían, casi histéricamente, y pese a la incesante lluvia, besar a niños, bendecir a enfermos y, en un gesto suyo típico, hasta tomar algún mate de camino a reunirse con las autoridades brasileñas en el Palacio de Guanabara. Acompañado por más de 14 mil efectivos –la mayoría de ellos militares- el "operativo Papa" fue verdaderamente épico aún para una ciudad-metrópolis como Río ya que supuso el despliegue de vehículos blindados, helicópteros y buques de patrullaje. A su arribo, le siguió, el día 24 de julio, su traslado hasta el Estado de São Paulo y el oficio de una misa en la Basílica de nuestra Señora Aparecida, rodeada, según los estimativos, de más un millón de personas. El mismo día se dirigió al hospital San Francisco de Asís en donde bendijo a jóvenes adictos al crack, al alcohol y a otras drogas. Ya el 25 de julio, el Papa visitó a la tan famosa como peligrosa favela de Varginha, intentado mostrar que su preocupación por los pobres no es sólo discursiva. Pero estas actividades del Papa no fueron sino un preámbulo del verdadero evento, que daría inicio formal en la noche del día 25. En un gigantesco escenario, equipado con la más moderna tecnología y montado justo en frente de las hermosas playas cariocas, el Papa fue homenajeado –para algunos, casi que como una estrella de rock- de una manera atípicamente festiva: mucha música, bailes, cánticos, puestas en escena y un millón de jóvenes exaltados, muchos de los cuales, vale decir, viajaron expresamente miles de kilómetros para darse cita con el Máximo Pontífice. Los días siguientes fueron dedicados al "via crucis" y a la vigilia de oración preparatoria para la misa del domingo, con la que concluyó el magno evento. Pero el relativo éxito de este encuentro, sobre todo en comparación con los que había sido los desarrollados anteriormente con Juan Pablo II y Benedicto XVI, es, en realidad, y permítasenos la analogía, como un oasis en un desierto para la Iglesia Católica. Y lo decimos porque, como es sabido, esta institución, de las más antiguas del mundo, se encuentra actualmente asediada por una serie de problemas que la han arrastrado a una profunda crisis. Por un lado, están los numerosos escándalos de corrupción que, si bien no son algo nuevo en su historia, se han multiplicado exponencialmente en los últimos años. A ello hay que sumar, nada menos, que los desdeñables casos de pedofilia que se han sucedido en alud, uno tras otro, y que se han constatado en buena parte del globo. No sólo el volumen de estas violaciones deja perplejo a cualquiera sino que el manejo, cuanto menos, dudoso e insuficiente, del tema por parte de la Iglesia –tanto con Juan Pablo II pero, sobre todo, con Benedicto XVI, quien adoptase una cuestionable política de "barrer debajo de la alfombra" omitiendo y encubriendo casos– no ha contribuido sino a agudizar aún más una sangría en términos de imagen pública y, como consecuencia, en términos de feligreses, que se ha vuelto verdaderamente difícil de saturar. Por otro lado, la Iglesia enfrenta un fenómeno de descatolización no sólo de Europa, que lo registra hace tiempo, sino también de América Latina en donde el catolicismo, aunque todavía la religión dominante, ha experimentado un decrecimiento sostenido. En particular, en Brasil el porcentaje de brasileños católicos disminuyó de un 89% 1980 a un 65% en 2010. Paralelamente, y reflejando una clase media en ascenso y de pleno adaptada a los valores seculares de la vida moderna, se constata la emergencia de los llamados "sin religión", en los que se incluyen los ateos –particularmente pujantes en Rio de Janeiro- y que han cobrado una fuerza considerable en las últimas décadas, llegando a totalizar el 8% en el país carioca. Lo último no deja de sorprender si tomamos en cuenta que Brasil tradicionalmente ha sido y, en realidad, es todavía, con sus 123 millones de católicos, el país más católico del mundo. En contraste con el rápido declive del catolicismo, los grupos evangélicos se encuentran, en Brasil y más allá, en un crecimiento explosivo. Las razones de este aumento son difíciles de determinar pero quizás hayan sido sus sistemas de jerarquías más laxas, que son la antítesis de la burocracia paquidérmica del Vaticano, su afán evangelizador,- sobre todo, en los barrios más humildes- y su acento moderno en el individuo, lo que le hayan permitido a estos grupos adaptarse mejor y capitalizar así el retroceso sostenido del catolicismo, que cosecha más bien adhesiones entre las personas mayores y no tanto en los jóvenes, franja etaria en la que más drásticamente ha caído su influencia. A este difícil panorama se enfrenta y se enfrentará Francisco. Y ciertamente su viaje a Brasil, y aunque ya había sido pautado antes por Benedicto XVI, revistió, sin lugar dudas, una gravital importancia. De ahí precisamente que haya prometido "volver". Es que Francisco, como lo hizo patente en uno de sus discursos en Río, es muy consciente de que el futuro del catolicismo se cifra, aunque si bien no exclusivamente sí en buena medida, en la conquista de la juventud y, en particular, de la juventud latinoamericana porque allí yace la esperanza de renovar las filas y de mantener así a la institución con relativa salud. Para combatir el declive de la Iglesia, Francisco ha adoptado una estrategia casi opuesta a la de Benedicto XVI, lo que refleje quizás las profundas diferencias de "parcours" tanto intelectual como de carrera eclesiástica de ambos Papas. Por un lado, un Bergoglio de extracto jesuita, acostumbrado a cultivar un bajo perfil bajo y a la evangelización, y, por otro, un Ratzinger, intelectualmente más robusto, y quien además presidiera la Congregación para la Doctrina de la Fe, heredera moderna del Santo Oficio, encargada de custodiar férreamente la dogmática católica. Marcando distancia con su antecesor, en primer lugar, Francisco ha procedido a reconocer los errores de la Iglesia y, más aún, a admitir que "hasta los Papas pecan". Aunque ello puede resultar de sentido común para un no católico es, en realidad, algo bastante novedoso, sino transgresor, si miramos la historia de la institución, la cual ha sido renuente a verse a sí misma como una organización terrenal, falible de cometer errores –recuérdese, a propósito, la famosa bula Syllabus Errorum de Pío IX en 1864 en la que, además de la polémica condena a la libertad de expresión y de consciencia, se proclamaba la infalibilidad de la Iglesia y, en particular, la del Papa en todos los asuntos-. Rompiendo con esa larga tradición, Francisco se refirió a la Iglesia en términos bastantes críticos: la calificó como una "reliquia del pasado, insuficiente para las nuevas cuestiones", "fría y autorreferencial" y "prisionera de su propio lenguaje rígido". En segundo lugar, y dada la situación actual de la Iglesia que Francisco diagnostica, Francisco repitió varias veces en sus discursos de Río que quiere iniciar una "revolución", incluso habló de una "revolución copernicana", lo que, para quienes conocen el triste derrotero de la Inquisición con Galileo –cuyo libro Diálogos sobre los dos máximos sistemas del mundo (1632) estaría prohibido por el Index hasta 1822- no deja de resultar una analogía poco feliz. Pero más allá de ello, lo que se propone Francisco con su "revolución" es, ante todo, terminar con esa Iglesia aletargada, que sobreestimó la eficacia y la actualidad de su mensaje y comenzar una que sea más proactiva en la seducción de fieles: en pocas palabras, quiere una Iglesia que "salga a las calles". De ahí también su despreocupación por las formas y los protocolos, algo siempre bienvenido a los paladares posmodernos, pues éstas no hacen sino poner distancia entre Dios, la Iglesia y el creyente de a pie. Esta que, en algunos puntos, retoma la línea del Concilio Vaticano II de 1959, y es además la que hace a Francisco especialmente proclive a tomar decisiones espontáneas y/o desconcertantes para los más ortodoxos –como ponerse un sombrero indígena, tomar una ruta que no era la planificada o visitar una favela-. En tercer lugar, Francisco ha emprendido una campaña que pone especial énfasis en la ayuda a los pobres y los más necesitados y en los valores de humildad y en la compasión, lo cuales intenta oponer al materialismo rampante del mundo moderno. De hecho, una de sus primeras líneas ni bien llegó a Río fue: "No tengo oro ni plata, pero traigo conmigo lo más valioso: Jesucristo." Un discurso que, según se mire, sintoniza o rivaliza, con los discursos progresistas que hoy por hoy proliferan en el continente. No cabe duda de que, en muchos aspectos, Francisco es, amén de carismático, heterodoxo, principalmente en su forma de relacionarse con la gente, de y de dar el mensaje cristiano. Sin embargo, además de que es demasiado temprano, sería exagerado ver en Francisco un "revolucionario", sobre todo porque en materia doctrinaria el Máximo Pontífice no se ha movido un ápice de la línea de sus predecesores. Si bien ha edulcorado la modalidad de su defensa, en lo esencial ha mantenido las posturas conservadoras en temas como la participación de la mujer en el sacerdocio, el uso del condón, el matrimonio gay, la fecundación in vitro, la legalización de drogas, etc. Además, y entre otras cosas, todavía resta por ver qué decisión tomará con respecto a la Teología de la Liberación, un movimiento que supo tener mucho peso en América Latina pero que fuera rechazado por Juan Pablo II y Benedicto XVI por su alegada "inspiración marxista". Por otro lado, y aunque desde el punto de su régimen político, el Vaticano tiene, desde León I en el siglo V, la forma de una monarquía absoluta, es sabido que los Papas tienen que lidiar con la resistencia de la curia romana, ampliamente conocida por su intrínseca hostilidad a los cambios y que probablemente, y como se cree ya hicieron con Benedicto XVI, pueda terminar frenando los intentos reformistas de Francisco –que, dicho sea de paso, ya comenzaron a molestar a algunos cardenales- una vez caduque su "período de gracia". Sobre el autorLic. en Estudios InternacionalesMaestrando en Filosofía Contemporánea.
En el artículo anterior recorrimos los aportes filosóficos del Romanticismo a la forja de los programas totalitarios del siglo XX. Señalamos también que la emergencia de esos movimientos no pudo ser posible sin el proceso precedente de desgaste de la ideología liberal. A ello contribuyó no sólo la vuelta de la monarquía de derecho divino, sino diversos desarrollos conceptuales que, en oposición a varios preceptos liberales, pusieron el acento en la libertad colectiva y en el particularismo cultural. En especial, dijimos que el historicismo decimonónico se había constituido como un movimiento que no sólo pondría en cuestión varios principios liberales sino que también desbrozaría el camino para las conceptualizaciones totalitarias. Dada esa importancia, conviene estudiarlo en profundidad. A. El discurso historicistaAunque los rudimentos del discurso historicista pueden rastrearse hasta la Antigua Grecia, siendo constatables incluso en algunos desarrollos de la Ilustración, el historicismo como tal, es decir, como postura epistemológica, no se desarrollará sino a partir de la Revolución francesa. Serán Johann G. Herder, Gustav von Hugo, Frederick Karl von Savigny y Frederick W. Hegel los padres fundadores de ese movimiento historicista que nace a posteriori de la Revolución francesa y que cosechará abundantes frutos a lo largo del siglo XIX y principios del XX.Ahora bien: ¿en qué consiste precisamente el historicismo? Esta escuela de pensamiento argumenta, en pocas palabras, que la realidad no es más que el resultado de su historia. Para la óptica historicista, la esencia de una cosa no radica en una supuesta naturaleza atemporal: radica precisamente en su desarrollo histórico. En la medida en que concibe a la realidad como una concatenación de hechos que se suceden unos sobre otros de manera inevitable, el historicismo, independientemente de cuál sea su forma doctrinaria puntual, tenderá a justificar todo lo que sucede en la Historia. Efectivamente, para el historicismo, la historia no narra un devenir errático o azaroso, sin propósito o sin sentido. El progreso no es accidental. Todo lo contrario. La historia está compuesta de "ritmos", "patrones", "leyes" o "tendencias" que pueden no ser evidentes a primera vista pero que están allí, guiando constantemente el devenir hacia su fin último o thelos. De allí que sea absurdo imaginar, diría un historicista, que en la historia haya espacio para el arbitrio, la contingencia o la fugacidad.En general, todo lo que acontece está pautado por los designios de la Divina Providencia (Vico y Hamann), de una Ley natural, del Progreso (Condorcet y los positivistas), del Espíritu Absoluto (Hegel) o de las Fuerzas Económicas (Marx).Este lenguaje historicista será incorporado a la retórica de los programas totalitarios de principios de siglo XX. Recordemos que Marx habla, más en conexión con el legado cientificista de Las Luces que con el Romántico, de "leyes objetivas de la Historia" y que Hitler, alineado con el más extremo irracionalismo, creyó haber encontrado "leyes naturales" que estarían detrás del ascenso histórico de la raza aria sobre todas las demás y, en especial, sobre la semita. Lo que es importante destacar aquí es que esta construcción historicista se dará de bruces con la propuesta liberal, no sólo porque el liberalismo había decidido explícitamente evacuar la historia de su propuesta, sino porque además postulará algo que era ajeno a la teoría liberal: la existencia de unsujeto histórico que será portador de una misión histórica.1. El sujeto histórico. Según el relato de "el progreso" armado por Las Luces, la ciencia, la razón y el conocimiento vendrían a mejorar no sólo las condiciones de vida materiales del hombre sino también sus condiciones morales y políticas. La historia era, para los ilustrados, una suma de hechos que en su conjunto narraban el triunfo de los derechos del hombre y de la independencia individual. Esta idea de "el progreso" se mantenía dentro de los parámetros de la propuesta liberal original, por cuanto tenía en el centro de la escena histórica al individuo o, en todo caso, a la humanidad toda.Sin embargo, para el historicismo del siglo XIX, el sujeto primordial de la historia no va a ser ni el individuo ni el Hombre, como tal. Vendrán a ocupar ese lugar entidades mucho más amplias: como son el Estado o la Nación. Esta conceptualización fue acuñada, a modo de ejemplo, por Herder y Hegel, para quienes el desarrollo de la Nación y del Estado, respectivamente, son los que, precisamente, explican el progreso de la Historia universal. Con ese énfasis en la predominancia de lo colectivo en el acontecer histórico, el historicismo procedió a rehabilitar la visión organicista de la sociedad, contra la cual habían luchado en consuno tanto el liberalismo como la Ilustración. Ya enfundado en un formato totalitario, este historicismo implícito en la lógica de "El capital" de Marx y de "Mi lucha" de Hitler adoptará como sujetos históricos al proletariado y a la raza aria.2. La misión histórica. No sólo reemplazará al individuo por supra-entidades, este historicismo, le asignará a esas supra-entidades, supuestamente encargadas de hacer girar las ruedas de la historia, una determinada misión histórica. Es decir, esas entidades no sólo son responsables del devenir histórico, de "empujarlo", sino que además tienen el encargo de llevarlo hasta su realización última. En otras palabras: esa supra-entidad es la que vendrá a poner punto final al largo recorrido histórico. Tal centralidad se le confiere a esa misión histórica,que se concibe que todo el desarrollo histórico anterior era tan sólo un preámbulo de ése momento excepcional que se anuncia, con bombos y platillos, como el "fin de la historia".En el caso del comunismo marxista, es al proletariado, al que le es encomendada la tarea de llevar a cabo el propósito de la historia: a saber, abolir la sociedad de clases y reemplazarla por una sociedad igualitaria, desembarazada de cualquier forma estatal. Del mismo modo, en el caso del nacionalsocialismo, el sujeto histórico, el "volk", mezcla, como veremos, de raza y nación, tendrá como misión histórica lograr la llamada"asepsia racial" y coronarse como la raza dominante.Es importante señalar que esa "misión histórica" no es meramente la descripción de un hecho pautado por "normas", "leyes" o "fuerzas" superiores. En realidad, reviste la forma de unimperativode orden moral al que el sujeto histórico debe responder y asumir. Es así que el proletariado hará la revolución en nombre del comunismo y el "volk" alemán en nombre de su supuesta superioridad racial.Hasta aquí hemos recorrido el tronco común que emparenta filosóficamente al comunismo con el nacionalsocialismo y el fascismo. Sin embargo, el nacionalsocialismo será portador de un concepto que no sólo lo distanciará considerablemente de la filosofía comunista sino que jugará un papel central en su ideología. Nos referimos al concepto de "volk", que veremos a continuación. 2. C onstruyendo el "volk" nacionalsocialistaEl comunismo marxista fue en gran medida hijo de Las Luces. Su construcción teórica está hecha con materiales procedentes de la vertiente racionalista pregonada por los ilustrados. Buena parte de su visión del funcionamiento de la economía se basó en la reflexión legada por la Ilustración. Smith y Ferguson, a título de ejemplo, fueron para el filósofo alemán figuras no sólo influenciantes sino dignas de admiración. Su socialismo se nutrió, entre otros, de las propuestas de Bonnot de Mably y de Saint Simon, personajes ambos comprometidos al movimiento ilustrado. El ateísmo recalcitrante que exhiben las obras de Marx nace seguramente de la aguda crítica de los "philosophes" al cristianismo y a la religión en general –amén del heredado por el antropólogo Ludwig Feuerbach -. Lo mismo es válido para su visión materialista de la realidad. Es ampliamente conocido que Diderot y d'Holbach, dos de los ilustrados más agudos en su crítica a la religión y más afiliados al monismo metafísico de Spinoza, se encontraban entre las lecturas recurrentes de Marx.Por otro lado, la idea marxista de que la historia se rige por un puñado de "leyes objetivas", brota del intento ilustrado de darle cientificidad al estudio histórico, siendo, a la vez, una versión radicalizada de "el progreso" y de la dialéctica "ultra-racionalista" de Hegel. En su intento por superar a Las Luces, el comunismo marxista caerá en un racionalismo intolerante y en un universalismo excesivo, que terminará en los gulags, en el Holodomor y en la Primavera de Praga. Ése legado iluminista es menos notorio en el fascismo italiano y en el nacionalsocialismo, que son, más bien, feudatarios del Romanticismo. Tal es el caso del concepto de "volk", que, como veremos, el nacionalsocialismo extraerá y re-trabajará de algunos autores románticos.La idea "volk" se confeccionará, a lo largo del siglo XIX y principios del XX, a partir de varias ideas y corrientes de pensamiento provenientes de los más diversos ámbitos, desde la filosofía hasta la biología. Veámoslo en detalle y dilucidemos sus diversas fuentes. 1. Los orígenes románticos. La idea de "volk" nace de quien, según algunos autores, fue el primer "romántico": Johann G. Herder. Traducido literalmente del alemán, "volk" significa "pueblo". Pero el significado atribuido por Herder a dicha palabra va más allá. En el lenguaje del filósofo alemán, el "volk" hace referencia específicamente al conjunto de valores culturales que definen a un determinado colectivo humano y que lo diferencian de otro. Para ilustrar esa idea, Herder recurre a una analogía: así como los individuos poseen un alma, así también, el pueblo, que es una suerte de individuo amplio, posee una. Esta alma, o "volkgeist", se despliega a través de la historia y se plasma empíricamente en cosas tan variadas como el arte, la religión, las leyes y, en especial, el lenguaje.Si bien en Herder los distintos "volk" eran totalidades culturales, el autor se resistía a que se organizaran en Estados, dado que esto, argumentaba, desvirtuaría su carácter natural y conduciría a la discordia y al enfrentamiento. Asimismo, Herder rechazaba toda asimilación de Nación con raza. Es por ello que, aunque Herder es efectivamente el padre de la idea de "volk", bajo ningún concepto puede endilgársele a él las catastróficas consecuenciasa las que dicha idea llevó de la mano del nacionalsocialismo. El "volk" de Herder está virgen de todo contenido absolutista y belicista: nada más alejado del nacionalismo despótico y bárbaro profesado por el nacionalsocialismo. El concepto de "volk", más bien, Herder lo esgrime contra lo que considera es un universalismo y un racionalismo ingenuos y, en algún punto, peligrosos para la pluralidad.Además de Herder, el filósofo idealista Johann G. Fichte contribuiría a acentuar la idea de un "volk", sobre todo, de un "volk" alemán. En efecto, el autor enunciaría en sus "Discursos a la nación alemana" la superioridad natural de los alemanes frente a los franceses, pese a haber sido derrotados por estos militarmente. El llamado que hace Fichte a Alemania está dirigido a lograr construir la unidad de esa nación que, aún luego de caído el Sacro Imperio Romano Germánico, y hasta la unificación en 1871 concretada por Otto Bismark, permaneció dividida en diversos reinos, principados y Estados. La idea de Fichte era apelar a la unidad espiritual de los alemanes en vista de su aparentemente irremediable fragmentación política y económica.2. El corporativismo . Es verdad que ya en Herder el individuo era definido en función de su pertenencia a la comunidad. Pero también es verdad que en ningún momento el autor esboza una mirada corporativista de la comunidad. Es decir: según él, los individuos se han de entenderdesde la comunidad pero ésa comunidad no puede de ningún modo acabar con imponérseles. Sin embargo, poco a poco, esa idea originaria de Herder transitaría otros rumbos que desembocarían en la supresión de la individualidad en favor de la comunidad.Quizás haya sido Hegel el primer filósofo en elaborar una teoría estatal-corporativista del "volk", desarrollada en su "Filosofía del Derecho". Su visión dialéctica de la historia llevó al filósofo alemán a concebir que el último estadio de la realización histórica se concretaría en el Estado. Efectivamente, para Hegel, todos los intereses individuales son finalmente superados en el Estado, quien pasa ahora a ser la encarnación de aquellos valores supremos vinculados al bien común. De esa forma, los individuos, concebidos por Hobbes y Locke como unidades relativamente autónomas, dejan de serlo para identificarse con esa entidad éticamente superior, que es el Estado. Se deslizó así la idea, de vocación proto-fascista, de que el individuo es un ser subordinado por entero a los fines del Estado. En efecto, con esa visión, Hegel echará las bases de la teoría fascista del Estado, elaborada por Mussolini y Gentile para los años 20. Esta visión corporativista se desarrolla en oposición a la visión liberal. Se entendía que la sociedad no era una agrupación volitiva de individuos sino una compleja amalgama de instituciones sociales, de organizaciones políticas y religiosas, etc. que responden a un determinado desarrollo histórico y que, por tanto, son anteriores a cualquier individuo. El corporativismo decimonónico visualiza como peligroso al liberalismo por considerarlo como una ideología divisoria al estar centrada en el individuo a secas. En contraposición, se promueve a la "nación" o al "volk" como las entidades que permiten la "síntesis" y "superación", para ponerlo en lenguaje hegeliano, de toda fragmentación individualista y de toda tipo de confrontación, como la que llevaba implícita el comunismo revolucionario con su acento en la lucha de clases.3. Los aportes de la geopolítica. Al lado de ése rampante corporativismo, surgió a principios de siglo XX, con la publicación de "Introducción a la geografía sueca" (1900) de Rudolf Kjellén, una disciplina que, utilizando una dudosa epistemología que combinaba política con ciencia natural, se aprestará a estudiar al Estado, no como una realidad de orden social o cultural, sino como una de índole natural. El Estado, en otras palabras, será visto por esta corriente como un ser vivo. Nace así la llamada "geopolítica". Aliándose con el vitalismo filosófico de Nietzsche, Dilthey, Bergson, y en sintonía con las tendencias corporativistas, esta disciplina, de pretendida vocación "científica", verá en los diversos desarrollos de la sociedad procesos similares a los de cualquier organismo vivo. Es así precisamente que, para los geopolíticos, el Estado está destinado, porque así lo pauta la propia biología, a nacer, madurar y morir.Sin adentrarnos en detalles que no vienen al caso, lo que importa subrayar aquí es que esa visión geopolítica del Estado sirvió de justificación teórica para ciertas prácticas del nacionalsocialismo. En efecto, si el Estado es un ser vivo, entonces, como cualquier otro, necesitará expandirse si quiere crecer. Así, la adquisición de nuevos territorios, la colonización y hasta la guerra pasaron a ser vistos, no como decisiones políticas cuestionables, sino como imperativos de orden "vital". Bajo esa óptica, el imperialismo de algunas potencias europeas, en boga durante la segunda mitad del siglo XIX, era interpretado como signo de "buena salud". Un Estado que no amplía fronteras es como un individuo que no crece: está destinado a morir. Los límites de un Estado deben ser, por ello, cambiantes. Según si sus fronteras están o no en expansión, se diagnosticará si el Estado está en una etapa de crecimiento o de decadencia. De allí la idea de "espacio vital"– o "lebensraum"-, elaborada originalmente porFriedrich Raztel, y que fuera adaptada por el teórico naziKarl Haushofer a los fines de una Alemania que comenzará a expandirse y anexar territorios circundantes.4. El mito de la raza.A todas esas tendencias, se le sumaría a la idea de "volk" el componente racial. Aunque hubo otros, sin duda el primer texto que ejerció una influencia considerable sobre el desarrollo racista del "volk" será el "Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas" (1853-1855) de Joseph Arthur de Gobineau, en donde se proclamaba livianamente la superioridad de las razas blancas sobre las negras y semitas en términos de fuerza, belleza e inteligencia. En realidad, la obra de Gobineau no sólo se hacía eco del ideario de la geopolítica sino también de algunos conceptos que una in status nascendi antropología traía consigo.Es cierto que ya en el siglo XVIII, como producto de la expansión de la ciencia hacia otras áreas del conocimiento, aparecieron las primeras clasificaciones raciales del hombre. Dos personalidades se destacaron a ese respecto, como fueron Buffon, Linneo y Blumenbach. Sin embargo, ésa clasificación no conllevará todavía ninguna imperativo ético. El fin era conocer, no valorar. Pero ello cambiará diametralmente para el siglo XIX.La idea de que una raza es "superior" o "inferior" porque es portadora de "mejores" o "peores" componentes biológicos, emergerá asociada a un tipo de antropología-sociología, de cuestionable estatuto científico, que intentará transpolar la teoría evolucionista de Darwin a la esfera social. Aunque falazmente, se concibió así que, dentro de la sociedad, sólo triunfan aquellos individuos "más fuertes". Del mismo modo, en lo referido a las razas, se afirmará la existencia de una jerarquía natural: hay razas superiores e inferiores, amas y esclavas. Por eso mismo, los socialdarwinistas, ya consolidados como ideología política más que como una disciplina de carácter científico, rechazarán el mestizaje por considerarlo una perversión antinatural que va en detrimento de las razas "superiores". Con el mismo argumento, se resistirá al liberalismo, al igualitarismo y al internacionalismo. Estos aportes socialdarwinistas y racistas trabarán alianza con el explícito organicismo de la geopolítica y, de esa forma, se completará la tríada en la que versará toda la ideología nacionalsocialista: "suelo, sangre y raza".Por supuesto que mucho antes el discurso antisemita ya había echado raíces, no sólo en Alemania sino en gran parte de Europa. Aunque no exclusivo del siglo XIX y XX -baste recordar la decisión de Isabel la Católica de expulsar a los judíos de España en el siglo XV-, el antisemitismo se vio acentuado exponencialmente. En efecto, anteriormente, las naciones europeas vieron como una "solución" a la situación de los judíos el fomentar su reeducación religiosa, como propuesto en su momento Lutero. Pero, conforme los paradigmas biologistas y organicistas se afincaron en el ideario político y social, se convino en señalar que lo de los judíos no era un "problema" religioso sino biológico. Es así que el autor inglés Houston Chamberlain se permite decir:"[Que]la corrupción de la sangre y la influencia desmoralizadora del judaísmo, he aquí las causas principales de nuestros fracasos." Tachados de "inferiores", los judíos empezaron a ser vistos como una amenaza para aquellas naciones racialmente "puras", como Alemania.El triste derrotero de todas estas conceptualizaciones ya es por todos conocido. *Licenciado en Estudios InternacionalesProfesor de Polìtica ComparadaDepto. de Estudios InternacionalesFACS, Universidad ORT Uruguay
1.- Introducción El escritor francés Alexis de Tocqueville merece el lugar destacado que tiene entre los teóricos políticos del siglo XIX. Autor de diversos textos, fue "La Democracia en América", publicado en 1840, la obra que, en parte por su notable calidad y en parte por ser históricamente oportuna, dio a Tocqueville una amplia notoriedad, incluso más allá de los estrechos círculos académicos. No es para menos. En ella, Tocqueville ofrece uno de los estudios más extensivos, profundos e intelectualmente afinados que se hayan escritos sobre el funcionamiento de la democracia en los Estados Unidos. De hecho, tan atinado resultó ser su estudio que muchas de las características que Tocqueville describió de la democracia norteamericana son plenamente reconocibles en los Estados Unidos contemporáneo.El hecho de que haya logrado retratar a la democracia norteamericana con tanta exactitud cobra su real dimensión en la medida en que tomamos en cuenta el particular contexto en el que el autor escribió.En ese sentido, es de recordar que mientras Estados Unidos había optado tempranamente por la democracia y el republicanismo, Europa todavía se debatía entre la Revolución y el Ancien Régime. En el Viejo Continente, la democracia, más allá de algunos casos contados y algunos efímeros ensayos, como el holandés, era un régimen político que se conocía y se estudiaba básicamente en el papel. Y ello es peculiarmente cierto sobre todo a partir de la Ilustración que, en el marco de su enciclopedia y de su compromiso político con la igualdad y libertad, había impulsado un gran número de estudios sobre las distintas formas de gobierno, especialmente sobre la democracia. Aunque para el siglo XVIII la preocupación intelectual por la democracia era de una envergadura jamás vista, el problema de cómo éste régimen político, que en la historia de la humanidad había sido bastante excepcional y que sólo había florecido plenamente en Atenas, podía adaptarse a la Europa de la época, con lo que ésta tenía de plural y compleja, era un misterio con el que sólo los filósofos más radicales del Iluminismo, como los Diderot, los d'Holbach, los Reynal o los Helvétius, se animaron a especular.En ese contexto, y a tan sólo unas pocas décadas después del Iluminismo, se daba la oportunidad inédita y privilegiada de dejar el papel a un lado y estudiar el funcionamiento de un régimen democrático de "carne y hueso", instalado en plena Modernidad. En efecto, del otro lado del Atlántico, los Estados Unidos se convertían en el primer país en la historia moderna en optar por la democracia republicana como régimen político. La independencia estadounidense era para ilustrados y liberales ése hijo esperado, como el que la Francia revolucionaria había soñado ser y no había podido concretar, y al que, por ello mismo, debía seguirse de cerca y con especial atención.Pero el peculiar caso americano no despertaba expectativa sólo del lado de los revolucionarios, liberales e ilustrados. También lo hacía del lado de los anti-democráticos y abogados del Antiguo Régimen. Tanto para sus defensores como para sus detractores, la experiencia democrática de los Estados Unidos era una suerte de ensayo de laboratorio que ayudaría a despejar todas las dudas acerca de los males y las bondades, las virtudes y los vicios de la democracia como régimen político universal.En ese marco, Tocqueville se propondrá escribir una obra con el cometido de arrojar luz sobre las ventajas y desventajas de ese régimen. La obra de Tocqueville estará imbuida de un espíritu de expectativa e incertidumbre, de entusiasmo y escepticismo en la medida en que, como señalásemos, la democracia era un régimen conocido solamente ya fuera en la teoría o a través de experiencias bien remotas en el tiempo. Es así que se volcará a explorar la ingeniería institucional de la democracia, sus tensiones internas, su impacto y relación con la sociedad civil y, haciendo un ejercicio temprano de política comparada, la contrastará con el Antiguo Régimen.Es de recibo señalar que, dado el origen francés del autor, la obra se piensa desde y para la problemática francesa de la época, que aún tenía un porvenir incierto. Lo que quiere presentar Tocqueville es una "radiografía" de la democracia estadounidense que aporte sensatez y respaldo empírico a la encendida discusión política que estaba teniendo lugar en su propia tierra.2.- Los "puntos de partida" socio-históricos de NorteaméricaEn general, "La Democracia en América" presenta un fuerte tono legalista. En tanto aristócrata liberal, la preocupación de Tocqueville está dominada por analizar el arreglo institucional y jurídico de la democracia norteamericana; una preocupación que seguramente heredó del influyente "Espíritu de las leyes" de Montesquieu. Es así que Tocqueville dedica una buena parte de su obra al estudio de las instituciones, su diseño y articulación con los otros organismos, su funcionamiento interno, sus competencias y su interacción con la sociedad civil. De particular interés le resultaba a Tocqueville el estudio de las instituciones federales, dado que el federalismo a la americana era un fenómeno totalmente nuevo para la concepción jurídica de la época. Esta deconstrucción y análisis legalista de las instituciones quizás sea de las partes más teóricas del libro y puede resultar un poco densa para quien no esté familiarizado con el vocabulario técnico.Desde el inicio, Tocqueville deja en claro que, como el título mismo de su texto lo indica, realizará el estudio, no de cualquier democracia, sino de una democracia en particular: la democracia en América. El hecho de reconocer que la democracia tiene un modo de ser específico en los Estados Unidos, revela que, de alguna forma y al menos en esta primera parte de su texto, el autor es consciente de que más allá de que la democracia es un régimen de alcance universal, como toda creación humana, también está ligada a la constitución cultural e histórica de un pueblo o de una nación en particular. Dicho de otro modo: para Tocqueville, atendiendo a la fisonomía cultural del pueblo americano, los males o bondades de la democracia americana no tienen por qué ser los males o bondades de la democracia en sí o viceversa. De allí que, primeramente, el autor se avoque a rastrear los principios culturales y económicos que caracterizaron a las trece colonias originarias y su impacto sobre la constitución política estadounidense, una vez alcanzada la independencia de Inglaterra y de la concreción de la Federación.Como dice Tocqueville, el pueblo norteamericano tenía para el investigador político y social una ventaja fundamental: "América es el único país que ha permitido asistir al desarrollo natural y tranquilo de una sociedad, y en el que se ha podido precisar la influencia del punto de partida en el futuro de los Estados". Aunque señala muchos más, aquí veremos tres de esos "puntos de partida" histórico-sociales de Norteamérica que, a juicio de Tocqueville, marcarán su desarrollo político de forma considerable. La esclavitudPara Tocqueville, en los Estados Unidos existen dos "brotes" sociales distintos que pautaron la evolución de ése país: uno en el Norte y otro en el Sur. La variable que determinará una diferencia notoria entre esas dos regiones, en términos políticos, culturales y económicos, es, nada menos, que la introducción de la esclavitud.La esclavitud fue introducida tempranamente en el Estado de Virginia, primera colonia inglesa fundada en 1607. En un principio, ella servía a la vertiginosa búsqueda de oro y plata impulsada por varios países europeos que procuraban enriquecerse de esa manera. Así, el afán de lucro rápido, y no un principio abstracto o ideal, marcó desde el inicio el carácter del Sur. A ello debe sumarse que ésos emigrantes eran más bien gente aventurera, con poca educación y de escasos recursos.Con la introducción de la esclavitud, argumenta Tocqueville, se generó entre los habitantes del Sur ocio y un desdén por el trabajo en aquellos hombres que se descansan en el trabajo del otro, apagando la inteligencia y generando, en contrapartida, ignorancia y orgullo. El resultado natural de ello es la gestación de una cultura de carácter más conservador en política, puesto que tenderá a bregar por ése status quo que le favorece, y obviamente de menor empuje económico; algo que, valga decir, caracterizará no sólo a Virginia sino a la mayoría de los Estados del sur, que compartieron con ésta más o menos las mismas características.Algo completamente diferente, empero, sucedió en el Norte, sobre todo con la colonia de Nueva Inglaterra. Allí, en contraste con el Sur, los emigrantes provenían de clases acomodadas y bien educadas. No era la necesidad lo que los obligaba a cruzar el Atlántico, sino que era, en palabras de Tocqueville, "el triunfo de una idea", de un ideal religioso y/o político, su principal motivación. Quería crear un nuevo mundo. De ese modo, y aunque con el mismo "background" británico que en el Sur, el Norte tomará un curso distinto en la medida en que optará por afiliarse al liberalismo y abolir la esclavitud rápidamente, ahorrándose así todos los males vinculados a ella.Estas dos culturas distintas engendradas en el seno de la nación norteamericana son las que sin duda estarán detrás de la guerra civil de 1861. La educaciónUn segundo punto de partida en la historia americana es el de la educación. Precisamente porque en su mayoría los habitantes de la nación habían emigrado de su país de origen por razones económicas, Tocqueville advierte que en América predomina un nivel socio-económico medio-bajo o bajo. Dado que la necesidad económica pauta su vida, los ciudadanos de América se caracterizan por lanzarse tempranamente al estudio del primer oficio que les sea económicamente más redituable. En América, no se estudia porque se busca el desarrollo intelectual; es más, el concepto mismo es bastante raro entre los americanos, sino, antes bien, porque se quiere progresar materialmente. Del mismo modo, cuando lo que se elige no es un oficio, sino una ciencia, se elegirá aquella que haya demostrado tener una mayor utilidad. En ese sentido, dirá Tocqueville, que en ese país norteño "Se elige una ciencia como se elige un oficio".En América, dice Tocqueville, las personas, al contrario de lo que sucede en Europa, se dedican al estudio desde temprano, con la esperanza de lograr el ascenso social mediante el dominio de una profesión. En consecuencia, apunta Tocqueville, durante los años de estudio, los estudiantes son muy jóvenes y cuando llegan a la madurez, y con ella al tiempo libre, el interés por el conocimiento, así como el mismo entrenamiento intelectual requerido para ello, se extinguen o enfrían. Es así, dirá Tocqueville, que en los Estados Unidos impera un nivel de conocimientos medios.Quizás, y aquí nos apartamos explícitamente del texto, sea ése tiempo ocioso el que esté detrás de la emergencia de una gigantesca industria del entretenimiento que, tanto en los Estados Unidos como en otros países, se ha logrado constituir en un sector considerable de la economía contemporánea. Sin embargo, y más allá de ello, tal vez más alarmante, advierte Tocqueville, sea el hecho de que ésa situación genera que el conocimiento no sea visto como un placer en sí mismo, que alimenta el espíritu y posibilita el desarrollo personal, sino como un instrumento, siempre supeditado a algún otro fin último y superior.Precisamente aquí, y permítasenos el excurso, Tocqueville está atestiguando el nacimiento de un fenómeno que verá su desarrollo pleno para las postrimerías del siglo XX. En la medida en que se masifica y se alía con la industria, la ciencia, poco a poco, se va deslindando del ideal racional-humanista construido por el Renacimiento y reforzado por "Las Luces" y comienza a legitimarse a partir de su rendimiento práctico, es decir, en tanto productora de conocimientos aplicables. Esto evidencia un proceso por el cual el conocimiento se subordina exclusivamente a la acumulación económica; algo que remembra lo que el filósofo posmoderno Jean-François Lyotard conceptualizó como "principio de performatividad". Seguramente haya sido esa condición social y económica humilde la que favoreció la prematura aparición en los Estados Unidos de los primeros síntomas de esa nueva "ciencia posmoderna" que, hay que señalar, no será patrimonio exclusivo de ése país sino del Occidente entero y más allá. La religiónNinguna descripción sobre los orígenes de los Estados Unidos estaría completa sin hacer referencia al punto de partida religioso. En ese respecto, Tocqueville señala que la religión en América atraviesa todos los sectores de la sociedad, moldeándola.La primera cosa que sorprende a Tocqueville con respecto a la religión, es el hecho de que el cristianismo (si es que se puede hablar de "el" cristianismo) de Estados Unidos es aliado natural de la libertad y de la igualdad, exactamente lo contrario de lo que sucede en la Europa continental. Según Tocqueville, dos son elementos que contribuyen a ello.En primer lugar, el autor explica que ese gusto por la libertad e igualdad que caracteriza a la religión en América procede en parte de un "trauma histórico". En efecto, los colonos que ocuparon el territorio norteamericano eran principalmente personas que habían sufrido confiscaciones y persecuciones por temas religiosos en su madre patria, ya fuera Escocia, Inglaterra o inclusive Francia. Esa mala experiencia que vivieron en sus países natales imprimió en esos colonos fundadores de Estados Unidos una desconfianza con el Estado y, más genéricamente, contra todo poder no sometido a mecanismos de contralor. Ello se traducirá en una cultura que concentrará sus esfuerzos en prescindir del poder gubernamental, que será especialmente recelosa con la propiedad privada y que instrumentará un arreglo institucional con miras a reducir el ratio de acción del Estado al mínimo indispensable.En segundo lugar, que el cristianismo de América sea solidario con la libertad e igualdad responde también al hecho de que en la propia doctrina religiosa habitan elementos favorables a dichos principios. En efecto, como pone de relieve Tocqueville, en esa región del planeta, la religión no es simplemente una doctrina que regula la vida espiritual de quien a ella adhiere; es mucho más. Para Tocqueville, entraña también determinadas consecuencias políticas, en tanto defiende a capa y espada la noción de individuo, de contrato social y de respeto por los derechos y deberes de aquellos que lo consignan. Oportunamente recuerda el famoso episodio de 1620 en donde los emigrantes, en su mayoría puritanos, recién llegados a tierras norteamericanas, deciden hacer un acta, a modo de "primera constitución", mediante la cual se comprometen, ante sí mismos y ante Dios, a constituirse como una sociedad política, procurando respeto y sumisión por la ley y los magistrados.Más aún, Tocqueville remarca que "El puritanismo […] en muchos puntos se identificaba con las teorías democráticas y republicanas más radicales." Ello se explica porque, entre otras cosas, éste favorecía la idea de que la fuente ulterior del poder de los gobernantes radica en la voluntad popular, más que en una delegación divina directa. A su vez, el puritanismo predicaba que ese poder debía ser depositado a representantes, elegidos mediante un sistema electivo. A propósito, Tocqueville destaca cómo para la mitad del siglo XVII en el pequeño y religioso Estado de Connecticut es constatable el espíritu democrático y republicano. Allí no sólo son los representantes de los ciudadanos quienes formulan las leyes, sino que los ciudadanos son absolutamente todos, no un grupo simbólico y privilegiado como sucedía en Grecia. Del mismo modo, apunta como principios básicos como la intervención del pueblo en los asuntos públicos, la responsabilidad de los gobernantes y la libertad individual, que los europeos no incorporarán sino hasta muy tarde, ya estaban contemplados en las leyes de Nueva Inglaterra. Es así, dice Tocqueville, como "[…] aunque en otros lugares se hicieron a menudo la guerra, vinieron, en América, a incorporarse en cierto modo el uno al otro y a combinarse maravillosamente. Me refiero al genio religioso y al genio de la libertad."Este peculiar complicidad que la religión establece con la política, favoreciendo la democracia y la república no es menor, puesto que Tocqueville, en el fondo, lo que nos está diciendo es que, en América, no fue tanto un análisis racional, como promulgó la Ilustración, acerca de cuál es la mejor forma de gobierno, el que determinó a la democracia como el mejor régimen sino más bien el "instinto" religioso del pueblo norteamericano.Más allá de ello, Tocqueville identifica en la sociedad norteamericana otra característica distintiva. Por su génesis religiosa, dice, los ciudadanos americanos, sea consciente o inconscientemente, prefieren dejar el gobierno de la sociedad en manos de la sociedad y de la cultura más que en las del gobierno propiamente dicho. Tocqueville habla de que existe en América una especie de reflejo auto-organizativo que busca regular a la sociedad desde adentro mismo y que tiende a excluir la intervención del Estado. Es cierto que en América hubo y hay leyes absurdas y tiránicas, dice Tocqueville, pero también es verdad que a menudo las leyes sociales, esas que no tiene el poder público detrás, son mucho más severas. Es así que al individuo se le da mucha latitud jurídica, con leyes que tal vez no gobiernan más allá de lo necesario, pero muy poca latitud cultural. La sociedad, a través de numerosas y más variadas organizaciones, busca cuidar que los individuos no traspasen los estrechos límites de lo que se ha establecido como lo justo. En otras palabras: es por medio de una moral rígida y poco tolerante, de inobjetable raíz puritana, entonces, que la sociedad logra auto-regularse y garantizar su independencia del poder político.Estudiados los "puntos de partida" socio-históricos de la sociedad norteamericana y su relación con la democracia, en el próximo número nos enfocaremos a abordar el peculiar análisis que Tocqueville hace de la igualdad democrática, sus pros y sus contras, su articulación con el Estado y la sociedad y sus consecuencias para la libertad y los derechos individuales. Sobre el autorProfesor Depto. de Estudios Internacionales.FACS. Universidad ORT Uruguay.
En el artículo anterior nos dedicamos a recorrer con Tocqueville los llamados "puntos de partida" socio-históricos de la sociedad norteamericana y su vínculo con la democracia. En esta segunda parte, abordaremos en profundidad la visión de Tocqueville con respecto a la igualdad a partir de la experiencia de los Estados Unidos y la relación de ésta con la democracia, con los distintos aspectos de la sociedad, con el Estado y, por último, con la libertad.1.- Sobre la igualdadSi hay un tópico en el que Tocqueville se destaca de forma rotunda, ése es precisamente en el referido a la igualdad. No sería exagerado decir que el análisis de la igualdad constituye un pilar fundamental de "La Democracia en América", no sólo por el espacio que ocupa en el conjunto de la obra sino por el grado de rigurosidad con el que se trata. El autor se explaya ampliamente sobre la igualdad, sin temores ni prejuicios, abordándolo desde diversas dimensiones –política, filosófica, sociológica, económica, etc.- brindando así una panorámica general y muy completa sobre el tema.a.- Igualdad y democraciaComo buen francés, que había vivido de cerca cómo la Revolución francesa no lograba traducir su ideario abstracto de "igualdad" en un proyecto político y social perdurable, le llamará la atención la estabilidad social y política norteamericana, algo que vincula directamente con la condición igualitaria de todos los ciudadanos. Tocqueville se sorprenderá de la igualdad norteamericana dado que era algo que todavía no se había visto, al menos no con tanto desarrollo, en ningún país europeo, mucho menos en Francia, en donde ni aún la radicalidad de la Revolución había podido revertir siglos de estratificación social. En América, Tocqueville no se cansa de repetir asombrado, la igualdad no es un discurso ni una aspiración utópica: es una realidad enteramente constatable, que atraviesa de cabo a rabo y distingue a toda la sociedad norteamericana. Allí, la igualdad no se implementa a través de un esfuerzo explícito, ni se genera por la instauración de ningún régimen político en particular, mucho menos revolucionario: antes bien, la igualdad se "respira" en la cotidianeidad; simplemente se "da". Y por igualdad no se entiende solamente igualdad ante la ley sino igualdad de condiciones. Lo que implica igualdad económica, social, cultural y hasta de conocimientos.Esbozando una, un tanto ligera, filosofía de la historia, Tocqueville dice que ésa igualdad que ve en los Estados Unidos refleja y, a su vez, confirma la existencia de una suerte de ley histórica, comandada ulteriormente por la Divina Providencia, según la cual el desarrollo de la sociedad, en el sentido más amplio de la palabra, está orientado en la dirección de ampliar más y más la igualdad. Para decirlo en otros términos: comulgando con el relato del "progreso" de la Ilustración, Tocqueville, en plena sintonía con el afamado "Esquisse…" de Condorcet, ve en la historia una sola y la misma tendencia: la conquista dificultosa pero progresiva de la igualdad. En efecto, dirá al inició de su texto que "Cuando se recorren las páginas de nuestra historia, no se encuentra, por así decirlo, ningún acontecimiento de importancia en los últimos setecientos años que no se haya orientado en provecho de la igualdad."Volviendo a América, Tocqueville apunta que la igualdad es de tal magnitud en los Estados Unidos, que se constituye como el principio general de la sociedad, del cual se derivan absolutamente todos los demás principios particulares. Y esto no es menor. Puesto que, planteado de este modo, Tocqueville nos está diciendo algo trascendental. Si de la igualdad se desprende todo lo demás, entonces, en América, la democracia, en tanto régimen político que organiza a esa sociedad, debe ser vista, inevitablemente, como un resultado de esa igualdad de hecho que caracteriza a todas la sociedad. Y ese comercio igualdad-democracia tiene sentido cuando se lo mira desde la siguiente óptica. En la medida en que lo que caracteriza a la democracia como régimen es precisamente la distribución equitativa del poder político entre los ciudadanos, entonces no se puede menos que admitir que la democracia no sólo presupone la existencia de cierta igualdad entre los ciudadanos sino que directamente debe imponerla para poder funcionar, es su requisito sine qua non. En América, ello no es necesario, pues la los individuos, como dice el autor, ya nacen iguales.En tanto reconozcamos, con Tocqueville, que la democracia es el régimen que mejor se lleva con la igualdad, no puede darse que un pueblo tan igualitario como el americano, se diera otro régimen político que no fuera el democrático. Ello es lo natural para Tocqueville y hasta lo que debe ser desde el punto de vista moral.Al haber tanta igualdad, la democracia, en consecuencia, desborda el ámbito estrecho de lo político y pasa a ser el marco general dentro de la cual las relaciones sociales, aún las más espontáneas, se desenvuelven. Una cosa es la democracia política y otra la democracia social: en América, como apunta Tocqueville, se superponen las dos.Es necesario apuntar que este análisis sobre la relación "igualdad-democracia", Tocqueville lo piensa especialmente, como dijimos en la parte anterior, para Francia, en donde la historia, en tanto historia de la igualdad, hizo un enorme esfuerzo por progresar pero finalmente se empantanó en una sangrienta Revolución que no supo generar ni democracia ni igualdad.b.- Los "males" de la igualdadLuego de mostrarse entusiasta con la igualdad, la argumentación de Tocqueville, ya para el final de libro, cobra un giro inesperado. Tocqueville va a dedicar una buena parte de su texto a deshilvanar, punto por punto, los problemas que trae aparejado tanta "igualdad democrática".La igualdad dignifica al individuo en tanto lo reconoce como portador de los mismos derechos y deberes que el resto de los integrantes de la sociedad. Por otro lado, lo exalta en la medida en que genera la desaparición de la injusta división de la sociedad en estamentos, en clases privilegiadas y en clases desposeídas. Tocqueville, hijo del espíritu ilustrado, no difiere en eso. Advierte, sin embargo, que la igualdad tiene un efecto bastante indeseable, que enraíza en el hecho de que implanta en los individuos un sentimiento de independencia con respecto a los demás.Al no haber individuos superiores ni inferiores, dice el autor, al no haber ninguna clase de compartimentación social, el individuo queda librado a su propia suerte.En el Antiguo Régimen, había individuos más y menos poderosos, más y menos cultos, más y menos ricos. Existía una riqueza y una variedad que eran a la vez el soporte y la razón de ser misma del relacionamiento social. A tal punto ello era así, que cuando un individuo tenía sus derechos vulnerados, ya fuera por el Estado, por otro individuo o por cualquier otra entidad, tenía la posibilidad o bien de refugiarse en aquellos individuos más fuertes o bien de apelar al grupo particular al que pertenecía. Así en la sociedad pre-moderna, el individuo estaba entretejido en un determinado grupo, sea por vínculos de sangre o de clase, que le prestaba sustento en momentos de necesidad.Empero, para el caso de una sociedad, como la americana, en donde la igualdad ha calado hondo, Tocqueville señala que opera una suerte de indiferencia radical para con el otro. Cada quien está entregado de lleno a sus tareas e industria y, en esa estrechez de miras, los individuos quedan dominados por una absoluta despreocupación por lo que suceda con el resto, aún con los individuos afectiva y geográficamente más cercanos. Este ensimismamiento individual, señala el autor, ataca las bases mismas del tipo de relacionamiento social sobre el que estaba fundamentado in totum el Antiguo Régimen. En su forma patológica, advierte Tocqueville, esa indiferencia se torna disolutiva, en el sentido de que termina quebrando todo lazo social. De no ser por el Estado, el poder central que mantiene al todo unido, la sociedad se desmoronaría irremediablemente. Adelantando lo que Bobbio teorizaría como una "falsa promesa" de la democracia, Tocqueville ya señala que es el Estado quien toma el control de los asuntos públicos ante la despreocupación y el desinterés ciudadano por la cosa pública. Allí donde la igualdad y la democracia triunfan radicalmente, los individuos no saben más que replegarse sobre sí mismos, sobre sus asuntos.Según Tocqueville, esa indiferencia asocial y apática hecha raíz en otro fenómeno propio de las sociedades igualitarias. En ellas, explica Tocqueville, los individuos se caracterizan por ser igualmente débiles en términos de poder. La sociedad es una masa uniforme de individuos que comparten más o menos la misma cuota de poder. Siendo así, aquello de apelar a la ayuda del otro, como sucedía en L'Ancien regime, deja de ser posible. Nadie está en condiciones de ayudar a nadie pues nadie se encuentra en una situación especialmente favorecida. Lo que prima es una medianía general, que no hace más que acentuar ése estado de recogimiento individual. De esa situación, y fuera de todo pronóstico inicial, sólo una entidad se beneficia netamente: el Estado.c.- El Estado y la igualdadSi hay una institución que sobresale entre medio de la uniformidad general, esa es el Estado, dice Tocqueville. En él están concentradas nada menos que toda la administración y toda la fuerza del poder político. Es por ello mismo que, en el marco de una democracia y de una sociedad igualitaria, es el único organismo que ostenta un poder infinitamente superior al del individuo aislado. Lo anterior puede resumirse en un adagio simple: el poder del Estado se consolida al tiempo que lo hace la igualdad y, con ella, la debilidad del individuo. Esto, dirá Tocqueville, es paradójico que suceda en una sociedad como la norteamericana que, si recordamos, se había hecho sobre la base de una reticencia explícita al poder del Estado. Lo que sucede es que en ningún momento entró en los cálculos que las condiciones igualitarias terminaran, en los hechos, menguando el poder del individuo y magnificando el del Estado.En sociedades igualitarias y numerosas, comenta Tocqueville, los individuos se hacen más pequeños e insignificantes y, de manera inversa, la sociedad, a través del Estado, se vuelve más activa y grande. Sin embargo, lo peor de todo, subraya el autor, es que ese hecho no se deja ver fácilmente, mucho menos para los miembros de la propia sociedad. Que el Estado se vuelva una suerte de entidad omnipoderosa, no es un fenómeno que pueda ser discernible por el individuo de a pie pues ese poder, apunta Tocqueville, no se ejerce ostensiblemente sino, al contrario, de forma lenta, sigilosa y subterránea. Se trata de un poder que, en todo momento, se despliega, como veremos, a través de la administración y de la burocracia, de forma tan sutil como efectiva.La abismal distancia que existe en materia de poder entre el Estado y los individuos conlleva, dice Tocqueville, que éstos últimos tiendan a ver al Estado como la única institución en la que puedan encontrar respaldo seguro. Como lo expresa el propio Tocqueville "En una nación democrática, sólo el Estado inspira confianza a los particulares, por ser el único que tiene a sus ojos cierto poder y estabilidad". Pero no sólo eso. En la medida en que el Estado es también el único capaz de socorrer al individuo en caso de necesidad, de ayudar a los más desvalidos y apoyar a los trabajadores, los ciudadanos comienzan a pensar al Estado como una suerte de gran pater al que pueden acudir.Como producto de lo anterior, y seguramente de forma inconsciente, en los siglos democráticos, el individuo, dice Tocqueville, se entrega al poder Estado no en grandes y trascendentales cuestiones, pues ello sería notorio e implicaría además ir en contra de las convicciones anti-estatales sobre las que se fundó el país, sino precisamente en cuestiones mínimas y cotidianas, en esas que apenas se perciben. En efecto, los individuos renuncian poco a poco a su libertad al sucumbir ante un conjunto de leyes poco importantes, de cargas administrativas dignas de Kafka y de una burocracia centralizante y uniformizante: instrumentos invisibles mediante los cuales el Estado ejerce su poder. Tocqueville señala que el individuo cede y cede ante esas regulaciones poco importantes pero ese continuo ceder le genera un desgaste invisible. Precisamente, el Estado, en las sociedades democráticas, domina no porque ordene o utilice la fuerza física, sino porque, obligando al individuo a consentirle en las pequeñas cosas, termina enfriando su voluntad. En otras palabras: al individuo no le nace hacer otra cosa sino lo que dicta el Estado. El Estado democrático no contradice voluntades sino que las neutraliza por su base misma para luego dirigirlas solapadamente en la dirección que desea. Éste no gana por confrontación sino por sistemática erosión. En consecuencias, en las sociedades democráticas, los ánimos se adormecen, los espíritus fuertes se apagan y, en palabras de Tocqueville, "[…] cada vez más raro se hace el uso del libre arbitrio." Sigilosamente, el Estado, dice un Tocqueville ya espantado, reduce a la sociedad a un rebaño de ovejas, fáciles de dominar.En este punto en específico es cuando la igualdad, que, al iniciar, Tocqueville había encumbrado como la mejor virtud que una sociedad puede atesorar, se vuelve, paradójicamente, el principio de todos los males.Quizá una de las características más sorprendentes, y a su vez peligrosa, de la igualdad, es que parece tener una tendencia auto-reproductiva. En sociedades democráticas, dice Tocqueville, los hombres se acostumbran rápidamente a la igualdad y por ello mismo no soportan el más mínimo privilegio o la más mínima diferencia. En una sociedad monocromática, integrada por individuos solamente iguales entre sí, la menor distinción no sólo llama la atención sino que disgusta y altera los ánimos. La sociedad, acostumbrada a la igualdad absoluta de sus integrantes, desarrolla una repulsión "instintiva" hacia la diferencia y la desigualdad. Al contrario de lo que sucedía en el Antiguo Régimen, donde lo opuesto era lo normal, en tiempos democráticos, señala el autor, la sociedad se vuelve poco tolerante con lo que resalta de entre la homogeneidad general. Las diferencias, en pocas palabras y para ser categóricos, no son aceptadas por la sociedad. Y es justamente allí, donde la igualdad derrapa en un igualitarismo dictatorial que opera implacable más que nada a nivel cultural.Por otro lado, y al igual que la sociedad, el Estado también se hace "adicto" a la igualdad. Ello no es de extrañarse puesto que la igualdad, como vimos, convierte a los individuos en una masa fácil de manejar, facilitando así el trabajo del Estado. Está en el interés del Estado, entonces, que la igualdad sea defendida y azuzada.2.- Igualdad versus LibertadEsa igualdad descontrolada, que además es fomentada por la sociedad y el Estado, Tocqueville la visualiza como preocupante. Ello porque, según lo que ve en Norteamérica, ésta tiende a esgrimirse, más y más, en oposición a la libertad y, en forma general, a los derechos individuales.Por su naturaleza, en la democracia importa más el número que el mérito. Quienes gobiernan bajo ese sistema político no son ni los "mejores" ni los "notables" sino los "muchos". En consecuencia, lo importante para un pueblo democrático será la voluntad general. Es por esa razón que en la democracia se esconde una tendencia intrínseca a tener poca consideración por los derechos individuales o por los de las minorías. Esa devoción que la sociedades democráticas desarrollan por lo que dictamine la mayoría, puede terminar muchas veces, señala Tocqueville, por jugar en contra de los hombres más sobresalientes que pueden no plegarse a la voluntad de la mayoría. Si a ello sumamos el ya mencionado impulso natural de la sociedades igualitarias por fagocitar todo lo que no sea común y sobresalga, estamos ante un "coctel" peligroso para los derechos individuales. Adelantando en cierto modo la crítica de Nietzsche, Tocqueville acusa a la democracia de impedir el florecimiento de grandes hombres, que otrora habían sido el motor del progreso científico y cultural de la sociedad. Como señala, sucede en las sociedades democráticas que "[…] el hombre de genio se hace cada vez más extraño y la cultura cada vez más común".El incremento infinito del poder del Estado, el adormecimiento de la voluntad de los ciudadanos, la exaltación de la voluntad general en detrimento de los derechos individuales, la tendencia uniformizante -todos males desprendidos de la misma matriz: la igualdad- culminan por configurar, para Tocqueville, un cuadro verdaderamente aterrador.Sin prejuicio alguno, y tal vez en uno de los puntos más altos de la obra, Tocqueville asevera que, por lo anterior, los individuos en los pueblos democráticos terminan por convertirse en esclavos. Es, empero, una esclavitud silenciosa, sin dolor ni escándalo, puesto que ahora el amo no es ni un hombre, ni una clase sino el mismo pueblo. Manteniéndose en un servilismo complaciente, permitiendo que el Estado gane más y más espacio en la conducción de los asuntos públicos, los individuos se condenan a una vida en donde en lugar de pensar por sí mismos, son pensados, en lugar de decidir por sí mismos son decididos, siendo llevados de las narinas, como las hojas por el viento, por el Estado. Es de ese modo, dice Tocqueville, que en el corazón mismo de una sociedad que dice amar la libertad y la igualdad por sobre todas las cosas, se ensarta la más nefasta de las tiranías. En efecto, ningún buen gobierno, ni liberal, ni enérgico ni inteligente, recalca Tocqueville, puede ser elegido por un pueblo que ha sido moldeado de tal forma para satisfacer el gusto del Estado que no puede determinarse por sí mismo, con inteligencia y sensatez. Tal disgusto le causa este estado de cosas en Norteamérica a Tocqueville que incluso llega a vertir una frase dramática: "el terrible espectáculo de la igualdad hiela mi sangre y me entristezco […] y comienzo a echar de menos a la sociedad desaparecida".3.- Los "remedios" para la igualdadAunque se muestra implacable a la hora de criticar los "trastornos" de una sociedad imbuida en un igualitarismo, Tocqueville reconoce que los males de una igualdad desenfrenada pueden ser minimizados y domeñados si se adoptan ciertas medidas.a.- El rol de la prensa y de la justiciaEn las sociedades igualitarias, formula Tocqueville a modo de recomendación, la prensa cumple un rol de vital importancia. Como dijimos, en las naciones igualitarias los individuos se tornan absolutamente débiles, puesto que, a diferencia de la sociedad pre-moderna, cada individuo está esencialmente aislado. Esto le deja vulnerable, y es cuestión de tiempo para que en algún momento tenga sus derechos individuales violados. No obstante, cuando ello suceda, aunque no pueda apelar a ningún grupo o clase, sí podrá apelar, como dice Tocqueville, al género humano en su conjunto. El medio para hacer ello es justamente la prensa. Para Tocqueville, en ese sentido, la prensa es el arma más preciosa que puede haber en las democracias, puesto que ayuda a remediar esa soledad endémica que sufre el ciudadano en medio de una sociedad igualitaria.En la lucha por la independencia personal y por la protección de la libertad individual, juega un papel muy importante en la medida en que dota del poder al individuo de hacer un llamado, no ya a una casta o grupo social, al conjunto de los ciudadanos de la nación en caso de suscitarse un atropello a sus derechos por parte de alguna autoridad pública, de otro individuo o del mismísimo poder del Estado. En todos los pueblos pero más en los democráticos, la prensa es, recalca Tocqueville, indispensable, pues, rota la modalidad de socialización imperante en la pre-modernidad, es la que le permite al individuo amplificar su voz y llegar así a toda la sociedad. Es por ello que la prensa se constituye, como dice Tocqueville, en "[…] el instrumento democrático por excelencia de la libertad."En tanto es un mecanismo esencial para la salvaguarda de los derechos y libertades individuales, toda sociedad que guste llamarse "liberal" deberá empeñar todos sus esfuerzos por mantener la salud de la prensa y, en especial, por mantenerla a raya toda intromisión o censura del poder político. Sin la prensa, el individuo sencillamente se quedaría sin voz. Por ello, la prensa le es tan vital a la sociedad democrática como el oxígeno a los pulmones, puesto que sirve para prevenir los abusos del poder estatal-social o, de lo que es lo mismo, de lo que puede ser una voluntad general devenida despótica.En la protección del individuo y de las libertades, Tocqueville señala que la justicia también tiene un rol muy importante que jugar en las sociedades democráticas. Por la función que debe desempeñar, la justicia es, dice Tocqueville, la aliada natural de los más desprotegidos. Para Tocqueville, la justicia le brinda al individuo un espacio perfecto para que éste pueda hacer sus descargos referidos al respeto de sus derechos, abriéndole la puerta incluso para enfrentarse, de igual a igual, al poder público si éste se extralimita en sus decisiones o competencias. Dada la tendencia del poder democrático de extenderse más y más, dice Tocqueville, los tribunales, que siempre fueron pieza fundamental en la salvaguarda de los derechos individuales, se hacen en las sociedades democráticas particularmente más importantes y necesarios. Apunta Toqueville que a los efectos de proteger las libertades individuales, la justicia debe crecer al ritmo que lo hace el propio soberano. Ella y sólo ella es la única forma de poner coto a la difundida creencia en los pueblos democráticos de que una decisión es válida únicamente por el hecho de haber sido tomada por la mayoría.4.- Reflexiones finalesTanto el requisito de contar con una prensa como de una justicia saludable son dos formas de una misma necesidad que se plantea en el seno de los pueblos democráticos: la limitación del poder soberano o, dicho de otro modo, del pueblo mismo, en tanto titular del poder público. Tocqueville, quien ya conocía el desafortunado derrotero de la volonté général de Rousseau en manos del Terror de Robespierre, es escéptico, como se puede apreciar en estas últimas reflexiones, con respecto a las bondades de darle vía libre a la voluntad de la mayoría. Como buen liberal que es, Tocqueville recalca una y otra vez que en una democracia auténtica, comprometida seriamente con las libertades y con los derechos de sus ciudadanos, al soberano no le corresponden plenos e ilimitados poderes. Al contrario. Para Tocqueville, que el pueblo esté limitado es, aunque parezca contradictorio, algo esencial para la democracia misma, puesto que, como ya había advertido Aristóteles en la Antigua Grecia, es precisamente ello lo que distingue a ésta de su vil hermana: la demagogia. Un pueblo demagógico que ejerce el poder de forma arbitraria, sin respeto por la ley y las libertades individuales, puede ser igual o más tiránico que los peores y más caprichosos monarcas absolutistas alumbrados por el Antiguo Régimen, a los que, en nombre de la libertad, tanto y tan enérgicamente se combatieron. Y es esta, tal vez, la lección más importante que nos deja "La Democracia en América". Sobre el autor Profesor Depto. de Estudios Internacionales.FACS. Universidad ORT Uruguay.
Tras largos siglos de impasse teórica, la evolución del concepto de soberanía se reiniciaría en la Edad Media. Sabido es que la Edad Media fue un período consagrado casi que por entero al logro de la trascendentalidad, a la meditación religiosa, al cultivo cuidadoso de la fe, a la búsqueda de una estrecha relación con Dios. De un contexto así, de exuberante espiritualidad, sería natural esperar que un concepto político-jurídico tan ligado al "aquí", a las "cosas de este mundo", como el de soberanía, no tuviera cabida alguna. Sin embargo, eso no es para nada correcto. Contra todo pronóstico apresurado, la Edad Media, aún moviéndose dentro del rígido código religioso que la caracterizó, resultó ser un período particularmente fértil para el desarrollo de la noción de soberanía. Una serie de factores son los que explican esa peculiaridad.Para finales de siglo XI, asistimos a una gran recuperación del Derecho romano. En el artículo anterior, señalamos que los romanos no habían logrado articular ninguna teoría de la soberanía, sino que tan sólo se habían limitado a elaborar una serie miríada de conceptos que evocaban, de manera indirecta, la idea de un poder soberano. Con el renacimiento medieval del Derecho romano, todos esos conceptos irrumpirán en la escena medieval, tomando parte activa en la conformación de la realidad jurídica y política de la época. Viejas nociones romanas, como la de "potestas" o la de "iurisdictio", fueron traídas a colación para subsanar un grupo de problemas jurídicos que no habían alcanzado solución hasta entonces. Las fórmulas romanas pasaron así a ocupar un lugar importante en la discusión jurídica medioeval.En gran parte por el influjo aristotélico, durante la Edad Media los estudios jurídicos se habían avocado esencialmente a dilucidar el funcionamiento de la que se entendía era la unidad político-jurídica por excelencia: la "civitas" (la ciudad). Para la jurídica medieval, entonces, la "civitas" aparecía como una entidad jurídicamente hermética. Aún así igualmente existía una pregunta por la soberanía pero ésta reenviaba al problema de quién ostentaba el poder máximo dentro de los estrechos límites de la ciudad. Sin embargo, con la resurrección del Derecho romano, el talante de la pregunta cambió. Se trataba ahora de dar cuenta de quién es el que detenta el poder supremo por encima de la "civitas", lo que equivalía a investigar quién era el mismísimo punto cúspide del ordenamiento jurídico o de lo que los romanos llamaban "iurisdictio". Dado el lugar de preeminencia que ostentaban cada uno, surgieron dos contendientes naturales: el Papa y el Emperador.Comienza así una larga disputa que tendrá en vilo a Europa por largo tiempo y que se enconará, sobre todo, a partir del ascenso de la casa de los Hohestaufen al trono Imperial en el siglo XII. La duración e intensidad del enfrentamiento sólo es explicable si se atiende al inmenso valor de lo que estaba en juego. Al pugnar por el vértice de la "iurisdictio", el Papa y el Emperador, se disputaban, nada menos, que el monopolio judicial y legislativo a ejercerse dentro de las fronteras de la "Res publica christiana". Ése monopolio era lo que los romanos habían sintetizado bajo el concepto de "plenitudo potestatis", que otorga a quien lo posee el máximo poderdesde el punto de vista jurídico-político; siendo, entonces, el antecedente medieval más claro de lo que hoy conocemos como soberanía.La tesis de la "plenitudo potestatis" fue expuesta en el "Dictatus Papae" de Gregorio VII en el año 1075. De los varios puntos que exhibe el "Dictatus", el que aquí más interesa destacar es el que señala que el Papa es el señor supremo del mundo, estando por encima, obviamente, de todos los reyes y, por supuesto, de su enemigo primero: el Emperador. Según señalaba la Iglesia, el poder del Papa procedía, nada menos, que de emular la omnipotencia divina, la llamada "suprema et absoluta potestas". La reafirmación del poder papal, como el máximo poder dentro del ordenamiento jurídico-político del Medioevo, será continuada por el Papa Inocencio III que, en su calidad de especialista en Derecho canónico, rectificará el "plenitudo potestatis". No sólo eso, Inocencio III aducirá que el poder papal es, por naturaleza, ilimitado e independiente de cualquier otra autoridad terrenal; una aseveración que no sólo dio pie a la idea de un poder supremo sino que preparó el terreno para la concepción absolutista del poder soberano. Como habrá de decir, tiempo después, el jurista y teólogo Roberto Belarmino: "Papae est supra ius, contra ius et extra ius". Esta línea, digamos, "dura" de reivindicación de las potestades papales, no acabaría con Inocencio III. Para principios del siglo XIV, Bonifacio VIII tomaría con ímpetu la posta, aunque sería también quien vería frustrarse para siempre el viejo sueño de Gregorio VII de someter a toda la "Res publica christiana" al dominio inescrutable del papado. En efecto, la lucha papal por consolidar su poder naufragaría pero no a manos del Emperador, como cabría esperarse, sino por obra de la consolidación de las monarquías nacionales. El "Atentado de Agnani", que significó la captura de Bonifacio VIII por parte de Felipe IV, rey de Francia, será la prueba fehaciente de ello. Sobre todo, dicho episodio, dejará en claro que las insaciables aspiraciones del Papa no se correspondían en nada con el ya, sino en caída libre, arrumbado poder que poseía en los hechos.Lo importante a subrayar de todo esto es el hecho de que tanto en su disputa con el Sacro Imperio como con las monarquías nacionales, el papado "reelaboró" y "produjo" nociones que terminarían siendo de capital importancia para el desarrollo de la idea de soberanía.En efecto, la presentación del poder papal, como un poder "omnímodo", esculpido a imagen de la imponencia divina, que desconoce cualquier tipo de obstáculos o restricciones más allá de las que se auto-impone, devino en la concepción de lasoberanía absoluta que, un tanto irónicamente, al final no habría de servir de base al papado sino a las monarquías que afianzaron su poder a partir de la Reforma luterana. Ello se hace patente en aquellos teóricos defensores de la monarquía de Derecho divino que, para los siglos XVI y XVII, defenderán abiertamente el carácter supra terrenal del poder del Rey y su autonomía con respecto a cualquier forma de control. La concepción de Jacobo I, Rey de Inglaterra, de que "los reyes son la imagen viva de Dios en la tierra", constituye acaso la expresión más acabada de una visión de la soberanía que se impondría, cada vez con más fuerza, para los siglos XVI y XVII y que hallaría sus orígenes más inmediatos en las reivindicaciones papales, de fuerte propensión absolutista, que acabamos de exponer. Sin embargo, el pensamiento de la Edad Media no sólo proveyó de un suelo teórico para la configuración de la soberanía absoluta. También lo hizo para justificar un ejercicio más atemperado, si se quiere más "limitado", de las potestades soberanas.Nutriéndose de la doctrina platónico-aristotélica, retocada y profundizada por los estoicos, la cultura jurídica medieval concebiría al soberano, es decir, al "Príncipe", como sujeto a ciertas reglas de orden "natural". Si bien se le reconocía a éste el poder de crear legislación, empero, las normas que expedía debían estar enperfecta armonía con el orden que se deduce del cosmos; un orden que, aparte de ser inmanente a la propia Naturaleza, era imaginado por los juristas como "justo". En otras palabras, el soberano puede gozar de una libertad amplísima, pero a condición de que, cuando la ejerza, lo haga manteniéndose dentro de los estrictos parámetros definidos por la "Lex naturalis". Tal era la observancia que debía el soberano al orden natural que incluso algunas doctrinas de Derecho natural sostenían que el pueblo tendría derecho a deponer al soberano en caso de que cayera en tiranía, esto es, si violase alguna norma de carácter natural. De hecho, durante la "edad de oro del papado", se le reconocía al Papa la potestad de excomulgar a un Príncipe por "razón de pecado" («ratione peccati»). Asimismo, se le atribuía el poder para romper el llamado "juramento de fidelidad", lo que habilitaba a los súbditos católicos a desobedecer a una autoridad que, por un comportamiento impropio, es considerada "injusta".Por otro lado, el Medioevo coadyuvaría también en la gestación de la idea desoberanía popular. Propiciado por el ya mencionado resurgir de la dogmática romana, el Imperio, en su puja con el Máximo Pontífice, reafirmaría la idea de que era una continuación jurídica del viejo Imperio Romano. De esa suerte, pretendía reclamar no sólo los atributos de todos los emperadores romanos anteriores sino también la noción de que la autoridad última del Imperio radica exclusivamente en el pueblo romano al que, en cierta medida, pretendía representar. El dogma de la soberanía popular, tal y como era pretendido por el Imperio, resultaría ser medular en el orden político medieval. En efecto, "[…] from the end of the 13th century it was an axiom of political theory that the justification of all government lay in the voluntary submission of the community ruled." [1]De ese modo, la Edad Media se presenta como un período en donde no sólo se prepara la idea de soberanía sino que también se adelantan sus diferentes: a saber, la idea de soberanía absoluta, la de soberanía limitada y la soberanía popular. La Modernidad habrá de secularizar, es decir, habrá de dar manumisión a estas nociones de su subordinación religiosa. La concepción absolutista de la soberanía adquirirá ropaje secular bajo la obra de Hobbes, la idea de un poder limitado bajo la de Bodino y Locke y la de soberanía popular bajo la de Rousseau. En los próximos números veremos en detalles el trabajo de quienes inauguran el concepto moderno de soberanía: Juan Bodino y Thomas Hobbes.*Depto. de Estudios Internacionales FACS - ORT Uruguay [1] MERRIAM, C. E. Jr. 2001. History of the Theory of Sovereignty since Rousseau. p. 6. [online] Canada: Batoche Books Kitchener. Disponible en Internet:http://ideas.repec.org/b/hay/hetboo/merriam1900.html *Departamento de Estudios Internacionales. Depto. de Estudios Internacionales. FACS - Universidad ORT Uruguay[1] En efecto, "[…]since citizens are, by definition, those who hold sovereign power in every state, it follows that this power is the deliberative, since citizenship is also defined in terms of sharing in deliberative power." (Johnson, 1985, 338) [2] Bien dice Jellinek que "[…] el reconocimiento y la afirmación de la soberanía, sería contradecir la política romana, la cual gustosamente otorgaba al pueblo –qui maiestatem populi Romani comiter servant-la apariencia de un Estado independiente." (http://www.soberania.es/Subpaginas/Concepto/Roma.html)
1.- Introducción.-El espacio temporal que va del siglo XVI al XVII puede ser perfectamente caracterizado como "la época de la soberanía", dado que es el momento crucial cuando esa idea alcanza tanto un afianzamiento a nivel teórico como una realización concreta en la organización política Europea. De hecho, la gran revolución moderna, que supuso la centralización de los Estados, la nacionalización de los ejércitos y la consolidación de una burocracia nacional, se hizo sobre la base de un concepto de soberanía que iba adquiriendo cada vez más penetración en la mentalidad política de entonces. Ahora bien, para que esos cambios tuvieran lugar, fueron necesarias una serie de transformaciones previas. Veámoslas. 1. Como vimos en el número anterior, la Edad Media había ofrecido un significativo herramental teórico que adelantaba la idea de un poder supremo. No obstante, las únicas entidades que la discusión jurídica medieval había entendido como pasibles de detentar ése poder eran o bien el Papa o bien el Emperador. No obstante, la Reforma obligaría a reconsiderar esas premisas. Luego de Lutero, ni el Papa ni el Emperador, estarían en condiciones de hacerse con la "suprema potestas". En cambio, sí lo estaría una parte que no había entrado en los cálculos iniciales: el Estado. 2. Esa fenomenal irrupción del Estado, como entidad proto-soberana, en la escena de la discusión jurídica-política, fue facilitada por la Reforma, básicamente, por dos razones: a. En primer lugar, la revuelta de Lutero consumará la debacle definitiva de Roma como centro político de Europa. Esto liberará al poder de los Príncipes de los grilletes religiosos, lo que, en los hechos, significó la consumación de la independencia política de los Estados.b. En segundo lugar, la Reforma dará pie a unas sempiternas guerras de religión que, al dividir a las sociedades en diversas facciones, terminarán por comprometer seriamente la ya frágil unidad nacional. Como consecuencia, urgió la necesidad de conceptualizar al poder estatal como un poder unitario y superior, capaz de aplacar todas las amenazas internas y de asegurar así la supervivencia de la sociedad. Sintetizando estos cambios, la visión moderna de la soberanía se convertirá en el pivote teórico que dará legitimación tanto a la independencia exterior del Estado como a su poder superior dentro de la sociedad. Sería en Francia donde el concepto, propiamente moderno, de soberanía vería la luz.Que el concepto moderno de soberanía haya nacido en el país galo, no es casual. Ello se explica porque, si bien estallarían en toda Europa, las susodichas guerras de religión harían de la Francia del siglo XVI y XVII su residencia permanente. A ese longevo cataclismo religioso, se sumaban, en forma paralela, los coletazos de un feudalismo que, aunque en claras vías de extinción, no daba tregua en su lucha por sobrevivir. Amenazado por la anarquía, por la sedición y por el riesgo patente de una eventual disolución, el Estado francés activó un programa de gobierno de fuerte vocación centralizadora y tendientemente absolutista. No obstante, esapraxis se había puesto en marcha de forma bastante espontánea, esto es, sin ningún soporte teórico, algo que necesitaba de forma urgente. 2.- El soberano de Juan Bodino.-Quien justamente procesa ésa necesidad teórica de la Francia de Carlos IX, de Enrique III y IV, es el autor Juan Bodino (1530-1596). En su monumental obra "Los seis libros de la República" (1576) este filósofo y jurista francés nos acerca el primer trabajo sistemático y racional por completo abocado a despejar la naturaleza de la soberanía. Un trabajo que se expandirá a lo largo y a lo ancho de la Europa del siglo XVII y que tendrá un fuerte impacto en la modelación teórica de la soberanía.Fuertemente marcado por la coyuntura francesa, Bodino nos suministra una teoría política que hace de la soberanía el atributo más distintivo y fundamental del Estado. Un Estado, nos dice en las primeras páginas de su obra, no es otra cosa ". el conjunto de familias y sus posesiones gobernadas por un poder soberano, según la razón". Ahora bien, la inteligencia de Bodino no radica solamente en haber visto al Estado como una entidad pertrechada con el poder supremo. Quizás su mayor habilidad descanse en haber definido a ése poder como un poder "…absoluto." En efecto, aunque parezca exagerado, en esa simple característica yace la mayor riqueza conceptual del autor y su aporte más sustancial a la evolución teórica de la soberanía.a. Hacia la independencia soberana de los EstadosCuando Bodino señala el signo absolutista del poder soberano, significa con ello que quien detenta el poder soberano detenta la capacidad monopólica para engendrar la legislación que habrá de regir al reino dentro de sus fronteras. Para Bodino, todas las normas que operan en la sociedad, brotan de un único centro, que es el poder soberano.Esa excepcional habilidad que Bodino le endosa a la soberanía, conlleva un implícito. Si el soberano es al único que le compete la producción legislativa es porque, de alguna forma, está por encima del poder de las normas que crea. Sería un absurdo, diría Bodino, que alguien se imponga algo que procede de su propia voluntad. Por lo tanto, infiere Bodino, el soberano no puede verse atado a lo que ordenan las normas. El soberano no está en la cima del orden legislativo sino por encima o, lo que es lo mismo, por fuera de él. Esta idea implicará otra consecuencia.Si se dice que el soberano está por fuera del orden legal, se reconoce que su poder, en lo tocante a la capacidad y responsabilidad jurídicas, es ilimitado. Nada hay nada, al menos desde el punto de vista jurídico, que le impida ejercer el poder de la forma que se lo proponga. No hay ningún otro orden jurídico que se interponga en sus deseos. El Estado se ha desligado completamente de todo vínculo jurídico con el exterior. Precisamente, decir que el soberano crea el orden jurídico, es reconocer al Estado como una esfera jurídica que se da a sí misma sus propias normas reguladoras, de forma completamente autónoma a todo poder extranjero. El poder absoluto del soberano se traduce al exterior, entonces, como independencia. Con ello, Bodino marca el tránsito definitivo de una Europa políticamente organizada en torno a la figura del Papa o del Emperador a una organizada en torno a la independencia soberana de los Estados. b. El Estado como máxima autoridadUna segunda consecuencia derivada de definir al poder soberano como absoluto, le asigna al Estado la máxima autoridad.Ahora bien, ¿qué es exactamente lo que Bodino quiere decir cuando habla de una máxima autoridad dentro de la sociedad? Ante todo señala que, dada su naturaleza, el poder absoluto del soberano se encuentra por encima de todos los otros poderes que pululen en la sociedad. Es decir, ningún otro poder puede osar entrar en competencia con el poder omnímodo del soberano. Al soberano, y sólo a él, le está dada la legítima potestad de conducir los destinos del país al que gobierna. En la medida en que es absoluto, el poder soberano debe expulsar a todo otro poder que habite los dominios en donde se va a establecer. Esta idea de Bodino constituye, en esencia, un ataque frontal contra las pretensiones del feudalismo francés. Por la vía de concebir al poder soberano como absoluto, Bodino declara caduca la vieja forma de organización medieval, que ordenaba a la sociedad en torno a un conjunto de feudos. Trata de reemplazar la heterogeneidad del feudalismo por la homogeneidad de una sociedad moderna en ciernes, que se impone a partir de la instalación de un único poder regulador. En lugar de tener un grupo de feudos, cada uno abastecido con su propio orden, con su propia dinámica, con su propia jurisdicción, Bodino aboga por un único orden, por una única jurisdicción que tenga plena atribuciones en cada rincón del Estado.Para Bodino, bajo ningún concepto puede el soberano permitir la existencia de enclaves jurídicos o políticos en su reino: debe mandar por igual a toda la sociedad puesto que también en ello se basa la naturaleza absoluta de su poder. De ahí que, para Bodino, sea perfectamente legítimo que el soberano busque apagar cualquier foco que intente poner en jaque la unicidad de su poder. Esto es, la autoridad absoluta le está reservada a un sólo poder. c. La soberanía como elemento igualador de la ciudadaníaCon su visión del poder soberano, Bodino también logra aproximar, aunque tímidamente, la idea moderna de igualdad.Los ciudadanos de Bodino se reconocen como iguales al estar análogamente sometidos al poder supremo de la República. En un giro sorprendentemente moderno, Bodino define al ciudadano, no en función de su estamento, sino en términos de su dependencia del poder soberano. De hecho, según sus propias palabras, el ciudadano es "…a free man who is subject to the sovereign power."Aunque Bodino reconoce que entre el soberano y el ciudadano común pueden existir múltiples escalafones, todos éstos se disipan ni bien son confrontados con el poder de la figura suprema. Es decir, si bien entre los distintos ciudadanos pueden establecerse un sinnúmero de relaciones de privilegios, de derechos especiales, etc. lo que los define como tales es su común sujeción al poder soberano. Por ende, una ley forjada por la figura suprema debe tener el mismo poder obligatorio para todos los habitantes de la República, más allá de todos los privilegios o derechos especiales.De esa forma, podemos hablar de que el soberano es un elemento que dota de coherencia interna a la masa ciudadana a la vez que actúa como fuerza homogeneizadora dentro de la sociedad. Así, en cierta medida, Bodino adelanta la noción de una igualdad jurídico-política, que tendrá posteriormente múltiples desarrollos. Por otro lado, al concebir a la sociedad como una suerte de cuerpo uniforme regido por un soberano, Bodino también favoreció la organizaciónnacional de los Estados. Con su teoría, el cuerpo político logra constituirse como una unidad bajo el gobierno del soberano; algo que fue desconocido para una Edad Media en la que primaban, no la igualdad, sino las diferencias entre los distintos grupos de hombres. Abolida la concepción escalonada de la sociedad, la idea de Nación puede abrirse paso en la medida en que requiere previamente el reconocimiento de la igualdad jurídico-política de los integrantes que la componen. d. Un soberano edulcoradoToda la defensa de Bodino del soberano como un poder absoluto que, al exterior, confiere independencia y, al interior, la máxima autoridad, no es, de ninguna forma, una justificación para hacer un uso despótico de él. De hecho, en ningún parte de su obra, Bodino relaciona la naturaleza absoluta del poder soberano con una licencia para su ejercicio arbitrario.Al contrario, en plena sintonía con la tradición medieval, la construcción de Bodino, aún cuando lleva como nota característica la absolutidad, rinde pleitesía a la Ley Natural. Quien se acerque a "Los seis libros de la República" vera que buena parte de esa obra está dedicada a enumerar las numerosas limitaciones que, porque así han sido establecidas por la Naturaleza o, por lo que es lo mismo, por la razón natural, el soberano no puede traspasar. Es más, a esas limitaciones naturales, Bodino agrega las normas internacionales, las ius gentium, las normas religiosas, las leges divinae y las leyes tradicionales del imperio, las leges imperii.Como resultado de las varias barreras que se le imponen, la teorización del poder soberano como un poder absoluto al final termina perdiendo fuerza. Si bien Bodino nos dice que todas esas murallas que acotan el accionar del soberano se establecen más a nivel ético que a nivel propiamente jurídico, ello no exime a su soberano de estar bajo el yugo de ciertos mandatos superiores a él mismo. En ese sentido, se puede decir que Bodino nos ofrece una versión bastante edulcorada de soberanía absoluta.Lo que sucede es que la intención de Bodino apuntaba a la defensa de un Estado lo suficientemente poderoso como para mantener al margen toda tipo de amenaza anárquica, no a la elaboración de un poder soberano cuasi divino. Aunque en la consecución de ese fin primordial, que es mantener la unidad nacional, Bodino le abre al soberano un amplio abanico de posibilidades hay ciertos caminos que le están definitivamente vedados.Si bien la conceptualización de soberanía de Bodino sería fundamental, no sería la única que inauguraría la Modernidad. Del otro lado del Canal de la Mancha, Thomas Hobbes, en su obra "Leviathan", proporcionará una teoría de la soberanía, que si bien guarda algunos puntos en común con la de Bodino, traería un enfoque completamente distinto, teniendo un enorme calado en la Europa continental. Consagraremos el próximo capítulo a su estudio. *Depto. de Estudios InternacionalesFACS - ORT Uruguay
1.- La noción de soberanía en la Grecia antigua.- Es ya tópico señalar que la antigua Grecia se constituyó como la cuna del espíritu teórico del Occidente. A esa cultura inquieta le debemos gran parte del desarrollo intelectual de nuestra civilización. Sabido es que los griegos incursionaron exitosamente por el ámbito de la filosofía, de la física, de la medicina y de la matemática. De igual modo, el pensamiento griego dio abundantes frutos en el terreno de la teoría política. De ahí que también los primeros gérmenes del concepto de soberanía los encontremos en la Antigua Grecia.Primeramente, ha de advertirse al lector que es un tanto abusivo hablar de la existencia de una teoría o de un concepto de soberanía en Grecia. Por el período, más que de teorías habría que hablar de ciertas conceptualizaciones tendientes a configurar lo que, parados en este tiempo histórico, visualizamos como la noción soberanía.En Grecia, estaba bien extendida la alabanza de la ley como la entidad jurídico-política de carácter superior, esto es, "soberana". Este endiosamiento de la ley era constatable en diversos ámbitos, siendo un espacio compartido tanto por la literatura como por la filosofía. Para los griegos, el arjé, es decir, la fuente originaria de la ley, era nada menos que la recta razón: por consiguiente, la ley debía ser, como ésta, universal, eterna y evidente. Sin embargo, la adoración de la ley comenzó a flaquear durante la llamada Ilustración ateniense. A eso ayudó tanto la obra de los sofistas, que defendían a ultranza el relativismo filosófico, como la apertura de Atenas hacia los pueblos que habitaban el Mediterráneo. En efecto, frente a la enorme pluralidad de leyes que todos aquellos desplegaban, esa concepción de la ley, que la entendía como portadora de principios racionales universales, no tuvo más remedio que dar paso a una visión mucho más pluralista que al tiempo comulgaría perfectamente con el relativismo profesado por la filosofía sofista.En medio de ese clima, se ubica el pensamiento de Platón. Aunque, como veremos, este filósofo tuvo sus idas y venidas con respecto al concepto de soberanía, al menos en un principio, planteó, rompiendo con la tradición griega, que el poder supremo no debe residir en la ley sino en el rey. Esto lo justificó en su obra "El Político", argumentando que el discurso escrito, por medio del cual se expresa la ley, no puede dar cuenta adecuadamente ni de la evolución de los hechos ni de la diversidad de los casos individuales. El mundo es cambiante y plural, señala Platón, sin embargo, la ley no responde a ello, siendo estática y singular. Debido a esa falencia es que, para este filósofo, la ley no es la mejor candidata ser la depositaria del poder soberano. Al carácter estático, es decir, poco flexible, que domina la ley, el filósofo griego le opone la enorme libertad de que gozaría el poder supremo si recayera en las manos de un sólo hombre, de un sólo rey. En la República ideal imaginada por Platón, el rey debería ser, por lo tanto, el detentor del poder supremo, por cuanto las decisiones que éste toma se pueden ajustar siempre a las situaciones concretas y a la diversidad que impera en la realidad. Con esa tesitura, Platón se enmarca como uno de los primeros defensores de lo que podríamos catalogar como la "soberanía del monarca". No obstante, Platón aclara específicamente que el modelo del rey-soberano sólo es válido para la República ideal. Diferente es la cuestión, nos dice, cuando tratamos con la República real, no ideal. No conviene explayarnos sobre la archiconocidateoría de las ideas de Platón. A los efectos de este trabajo, sólo debemos limitarnos a decir que, según ese modelo, el mundo terrenal es tan sólo una imagen imperfecta, un calco, no del todo fidedigno, del mundo ideal. De ello se sigue inmediatamente que lo que vale para uno, para el mundo "original", no tiene por qué valer en el otro, en el mundo "copia". Por lo tanto, si admitimos que el hombre se encuentra anclado en el mundo imperfecto, entonces, la argumentación a favor de la soberanía del rey se derrumba, en tanto sólo era aplicable en el marco de la República ideal. De esa suerte, Platón se ve en la necesidad de fundamentar nuevamente el poder supremo, esta vez pensando en la realidad del mundo terrenal. En ese camino, vuelve por el fuero de la antigua tradición griega, defendiendo la soberanía de la ley.Platón señala que como la realidad humana es, por naturaleza, imperfecta, no podrá existir nunca un rey perfecto, como el que se plantea en una República ideal. En una inversión argumentativa, el filósofo nos dice ahora que, aún con todos sus defectos, la soberanía de la ley es preferible en el mundo humano que el gobierno monopólico de un rey imperfecto. Para Platón, entonces, la cuestión es sencilla. En su esquema, la ley es con respecto a la República imperfecta, como el rey es con respecto a la República ideal: la mejor opción posible.Afianzándose aún más en la tradición griega de veneración de la ley, el filósofo enuncia que la fuente de la ley debe ser la recta razón, que es la que contiene los preceptos generales de la justicia. Con esa afirmación, Platón iniciará una larga tradición del pensamiento político occidental, indiscutida hasta la modernidad, que concebirá al soberano, sea la ley o sea un rey, como sujeto a ciertos teoremas de la razón o de la Naturaleza. Pero en Grecia no fue Platón el único que trató el tema de la soberanía. Por su lado, Aristóteles también le dedicará un espacio, no menor, a esa idea. Aunque mantendrá ciertos puntos en común con su mentor, en términos generales, podemos decir que el estagirita habrá de adoptar una nueva perspectiva. Quien se acerque a los capítulos VI, VIII y VIII del Libro Tercero de su afamada obra, "La Política", notará que el tratamiento de la soberanía que en ellos se hace es bastante difuso, ambiguo, cuando no abiertamente inconsistente. La preocupación que más inquieta a Aristóteles, y que constituye el punto de partida de su reflexión en torno a este tema, es dónde radicar el poder supremo. En efecto, independientemente de cuál sea el régimen político que organice a la sociedad, debe haber, comenta el filósofo, un poder supremo, un "kyrion". Pero ¿dónde radica ése poder o, mejor dicho, dónde, de acuerdo a la justa razón, debería radicar?A este respecto, apunta el filósofo, existen tres posibilidades: o el poder soberano reposa en una sola figura (monarquía), en pocas (oligarquía) o en muchas (democracia). Luego de una larga disertación, el filósofo parece resolverse finalmente a favor de la idea de que los muchos ciudadanos deberían detentar la autoridad máxima. Éstos, dice, suelen juzgar mejor el bien común que un sólo o que un grupo reducido de individuos. Reunidos en asamblea, los ciudadanos han dejado de ser los representantes de una corporación, para ser los componentes del conjunto del pueblo. Por lo tanto, deben ser capaces de tomar decisiones en lo que concierne atodos, es decir, en lo que son los asuntos públicos. De esa forma, Aristóteles asimila poder soberano con capacidad de deliberación. De hecho, él mismo señala que lo que define a los ciudadanos es la potestad para tomar parte en la deliberación de los asuntos públicos [1]. Este modelo simple, sin embargo, se complica cuando Aristóteles, seguramente respondiendo a la vieja tradición griega, quiere compatibilizar la idea de la soberanía de los "muchos" con la de la soberanía de la "ley". En esta parte, la propuesta aristotélica comienza a flaquear. En un giro inesperado, Aristóteles arguye que, en lo tocante al problema de dónde radicar la soberanía, son las leyes la mejor opción disponible. Las leyes tienen la ventaja suprema de no conmoverse ante las pasiones que, en un momento dado, pueden doblegar hasta la voluntad más firme. Acotando más la cuestión, señala, junto a Platón, que la soberanía debería reposar en las leyes racionales. Esto es, en las que, en lenguaje aristotélico, significan leyes esencialmente justas, buenas y útiles.No se puede obviar que Aristóteles es bastante ambiguo en este punto. No sólo no hace referencia alguna de cuáles habrían de ser las leyes "soberanas", si son las leyes fundamentales del Estado, lo que en el argot moderno llamaríamos "Constitución", o si son todas las leyes aprobadas por la asamblea o si son ambas. Cuestiones vitales como, por ejemplo, quién decide la racionalidad de las leyes, no tienen ni siquiera un abordaje mínimo. Así, toda la teoría aristotélica de la soberanía, o al menos esta parte sustancial, se estanca en la abstracción y en la imprecisión. 2.- La noción de soberanía en el Imperio romano.- Tras la batalla de Corinto, en la que Roma sale victoriosa, anexionándose Grecia a su creciente Imperio, la reflexión sobre la soberanía experimentaría una suerte de "meseta" teórica. Seguramente como producto de que gozó de una supremacía indiscutida por mucho tiempo, el Imperio romano se avocó más a disfrutar del poder soberano que ejercía sobre los territorios conquistados que a definir, de jure, qué era exactamente ése poder del que hacía fruición. Es por eso que, con respecto a este tema, no encontramos en el pensamiento romano más que formas muy básicas e ideas simples. A propósito, el jurista Georg Jellinek señala que los romanos fueron totalmente ajenos a la idea de soberanía o, al menos, como se la comprende en su sentido moderno. Ello se explica someramente por las siguientes razones.En primer lugar, como su poder se mantuvo incontestado durante muchísimo tiempo, lo romanos no se vieron en la necesidad de dilucidar cuál era exactamente su differentia specifica. Sin rivales con los cuales medirse, el Imperio romano transcurrió ejerciendo la soberanía sin haberla definido teóricamente con anterioridad. Con ello, la posibilidad de gestar una perspectiva comparada político-jurídica, de la cual emergiera eventualmente alguna teorización vinculada a la soberanía, como sucedió en la Grecia antigua, se truncó por la base misma. [2]En segundo lugar, en la Roma antigua hubo la ausencia de poderes internos que compitieran con el poder del Estado. Como veremos en su momento, la noción de soberanía experimentó una fuerte pujanza en la Francia del siglo XVII, debido a que se constituyó como el arma con el cual combatir los embates del feudalismo y de las guerras de religión. En el marco de fraccionamiento interno, la soberanía surgió como un poder esencialmente superior al resto de los que se batían en duelo. Esta rígida tensión, entre un conjunto de poderes que no sólo colisionan entre sí, sino que pretenden vencer al del propio Estado, no asomó, en absoluto, en el Imperio romano. El Estado no tuvo que entrar en competencia, al menos no con el grado en que se suscitó en la Francia del siglo XVII, con ningún otro poder endógeno. Sin embargo, no por ello se debe de concluir que Roma no cultivó ninguna noción que perfilase la idea de un poder soberano. El Imperio nos ofrece nociones como la de majestas, potestas e imperium que guardan una cierta semejanza con la de soberanía pero que, más que a consolidar una idea clara, apuntan a reforzar, desde el imaginario, la propia fuerza del Imperio, su poder civil y militar. Similar carácter comparten otras nociones como la plenitudo potestatis, majestas potestas,jurisdictio o fórmulas tales como princeps legibus solutus, a las que volveremos, dado el gran apogeo que tuvieron a partir del siglo XIII y al gran aporte que hicieron a la articulación de la soberanía por esos años. Tal vez una de las frases más arraigadas, y que mejor ilustra cómo pudieron haber entendido los romanos la noción de soberanía, es aquella que señalaba que:"la voluntad del príncipe tiene fuerza de ley, puesto que el pueblo le ha transferido a él todo sus derechos y poder." En esta frase, se puede advertir desde lejos una cierta similitud con las teorías contractualistas del siglo XVII y XVIII que fundarán al soberano sobre la base de una delegación de derechos concedida por los individuos. Esto indica el rol destacado que, posteriormente, cumplirá esta fórmula y, en general, todo el amplio conjunto de conceptos proporcionados por los romanos en la configuración moderna de la idea de soberanía. Sin embargo, ésa configuración no hubiera sido posible sin los aportes doctrinales que proporcionó la Edad Media y que veremos en el próximo número. * Estudiante de la Licenciatura en Estudios Internacionales. Depto. de Estudios Internacionales. FACS - ORT Uruguay[1] En efecto, "[…]since citizens are, by definition, those who hold sovereign power in every state, it follows that this power is the deliberative, since citizenship is also defined in terms of sharing in deliberative power." (Johnson, 1985, 338) [2] Bien dice Jellinek que "[…] el reconocimiento y la afirmación de la soberanía, sería contradecir la política romana, la cual gustosamente otorgaba al pueblo –qui maiestatem populi Romani comiter servant-la apariencia de un Estado independiente." (http://www.soberania.es/Subpaginas/Concepto/Roma.html)
El ex-Secretario de Estado Adjunto para Asuntos del Hemisferio Occidental de EE.UU, Arturo Valenzuela, recibió la siguiente pregunta en una conferencia que dio en Montevideo en noviembre de 2010: "¿Por qué los EE.UU., sobre todo a partir de la administración Bush, se han «despreocupado» de Latinoamérica?". Su respuesta fue articulada y profunda: "Si los EE.UU. no se han ocupado de forma exhaustiva de la región, o al menos no con el grado exigido por los países latinoamericanos, es sencillamente porque, más allá de alguna que otra excepción, en su conjunto y de manera general la considera como estable. Buena señal es entonces que EE.UU. no se «preocupe» por la región".Con esas palabras, Valenzuela reconocía que los EE.UU., sobre todo a partir del 11 de setiembre de 2001, han puesto la prioridad en aquellas regiones donde existe alguna amenaza real o potencial para su seguridad. Y es cierto que salvo algunos focos puntuales, como pueden ser Bolivia y Venezuela, por su fuerte retórica anti-norteamericana, y México, por el problema crecientemente estructural que tiene con el narcotráfico y su cercanía con EE.UU., la región no presenta grandes amenazas para la potencia y ello explica la mencionada desatención. En este marco de un EE.UU. cuya política exterior está esencialmente gobernada por la búsqueda de la seguridad y de una Latinoamérica, en términos generales, estable, se inserta Uruguay.Prima facie, se podría inferir que Uruguay es un país «irrelevante» para los EE.UU en lo que a seguridad se refiere. Ese status se define por varios factores. En primer lugar, Uruguay tiene una escala económica y demográfica insignificante, mas aun si se lo compara con las nuevas superpotencias como China, India o Brasil. En segundo, lugar, Uruguay, dentro de la región y aún fuera de ella, cuenta con una democracia de alta calidad, con un sistema político estable, con bajos niveles de corrupción, con un fuerte desarrollo humano y con un PBI per cápita medio. Esto último contribuye notoriamente a incrementar la irrelevancia en la medida en que reduce el riesgo de que el país se vuelva un caldo de cultivo para el terrorismo, para el narcotráfico o para cualquier otro tipo de amenaza para los EE.UU. Todo ello se ve potenciado cuando tenemos en cuenta que es además un país que está localizado muy lejos de los EE.UU. Por lo tanto, podemos sostener que Uruguay es por sus características un país irrelevante para los EE.UU. en una región que, a su vez, ha perdido relevancia absoluta en virtud de los acontecimientos del 11 de setiembre.Sin embargo, el hecho de que Uruguay no sea relevante para EE.UU. en términos estrictos de seguridad, no determina que no pueda jugar algún papel de cierta importancia para la región, para las relaciones interamericanas e incluso para la principal potencia mundial. Si bien es cierto que su escala lo condena a no ocupar un lugar trascendente o decisivo en la agenda estadounidense, también es verdad que ser una unidad política distinta de la que son, por ejemplo Argentina o Brasil, hace del Uruguay un país potencialmente valioso para los EE.UU en la medida en que puede configurarse como un aliado permanente o circunstancial. Una posible alianza se vuelve tanto más plausible si atendemos a que ambos países han mantenido históricamente buenas relaciones políticas (1). A su vez, la diplomacia americana siempre ha reconocido la larga tradición democrática y de respeto de los derechos humanos del Uruguay, algo que, como ya dijimos, es un baluarte en el continente (2). En adición, la actualidad latinoamericana nos presenta un panorama en donde una alianza estratégica Uruguay-EE.UU puede ser importante para ambos países.Hacia una alianza estratégicaComo es reconocido por distintos actores, en los últimos tiempos el sub-continente latinoamericano ha enfrentado un escenario donde compiten básicamente dos modelos de desarrollo económico, de filosofía social y de posicionamiento político. 1) Por un lado, el modelo chileno, seguido en algún punto aunque en menor grado por Perú y Colombia, basado en una apertura al mundo inédita para el continente y en un acercamiento notorio a los EE.UU., no sólo desde el punto de vista comercial (con la firma de Tratados de Libre Comercio) sino también político. 2) Por otro lado, la propuesta bolivariana, de países como Venezuela, Ecuador, Nicaragua o Bolivia, de fuerte tinte anti-norte americanista, que promulga una unión principalmente política.Uruguay es un actor moderado, tácitamente más cercano al modelo chileno, pero que se encuentra política y filosóficamente a mitad de camino. Por ejemplo, el país ha sido partidario de acuerdos comerciales de amplio alcance, como en su momento fue el ALCA (3). Aquí es justamente donde existe una oportunidad para desarrollar un vinculo (tácito) con los EEUU: estrechar las relaciones con Uruguay significaría reforzar en la región un modelo de desarrollo y, mas particularmente, una visión política afín a la de las democracias liberales consolidadas. A su vez, es necesario remarcar que Uruguay pertenece al bloque sub-regional del Mercosur, que próximamente tendrá a Venezuela como miembro pleno.En el cuadro de un Mercosur crecientemente político, en el que el bloque bolivariano comienza a tener voz y voto, y esto no sólo por la inminente adhesión de Venezuela y la eventual membrecía de Bolivia sino también por los incesantes coqueteos que Argentina prodiga al régimen chavista, un apoyo expreso a Uruguay podría apuntar a nivelar las fuerzas y los discursos dentro de la sub-región.EE.UU. pretende fomentar el modelo de la democracia liberal en la región en detrimento del bolivariano. Para ello, podría estar dispuesto a dar soporte a Uruguay. Esto no es simplemente una especulación o una propuesta sino un punto de apoyo real o viable. En 2007 el presidente G. W. Bush realizó una visita a aquellos países latinoamericanos con los que EE.UU tiene mejores relaciones. Uno de sus propósitos manifiestos fue apuntalar a los países que no se plegaron al modelo bolivariano; de allí que extra-oficialmente se haya denominado a la gira como «anti-chavista». Entre los países visitados estuvo Uruguay. En un punto, ello ayudaría a dar cuenta de su importancia relativa en la conformación de un espacio político latinoamericano de buen entendimiento con los EE.UU. Pero no es sólo eso. La buena disposición de los EE.UU. a firmar con Uruguay un TLC también se enmarca en ése programa general de impulsar las relaciones con los aliados. Aunque finalmente no se concretó, el TLC EE.UU.-Uruguay suscitó un gran revuelo en la región, poniendo de relieve no sólo el interés de Uruguay de alinearse a Chile en materia político-económico sino el interés de EE.UU. de apoyar ese camino. Así precisamente lo expresó el que otrora fuera el embajador norteamericano en Uruguay, James D. Nealon, según las últimas publicaciones de Wikileaks: «Vemos el asunto [del] TLC como otra oportunidad para nosotros de abordar significativamente al gobierno de Uruguay y ayudarlo a lograr lo que más quiere: crecimiento económico y empleo.» De forma más contundente, en otro informe, señala: «Desde nuestra posición ventajosa, el lío del TLC representa otra oportunidad para el gobierno de Estados Unidos de comprometerse con Uruguay a alto nivel. […] Mientras Bolivia liderada por Evo Morales se preparará para ingresar al Mercosur como miembro pleno, está en nuestro interés tenderle una mano al gobierno de Uruguay que lucha para emular a Chile y no a la Venezuela bolivariana.» (4)Así, podemos marcar un interés particular en la política exterior de EE.UU. en extender al Uruguay una propuesta de alianza estratégica: la «contención» del chavismo. Paralelamente, para Uruguay un acercamiento mayor con los EE.UU equivale a asegurarse primero un amplio mercado, algo muy importante para un país pequeño, y segundo un soporte para eventuales momentos de crisis. En este sentido es necesario remarcar la vital ayuda financiera otorgada por la administración Bush a Uruguay durante la crisis de 2002.Un acicate para la integraciónAhora bien, más allá de lo anterior, las relaciones con EE.UU. también podrían redundar en un beneficio para Uruguay en materia de integración. ¿Cómo puede ser eso posible? Como ya fue señalado, Uruguay pertenece al bloque comercial del Mercosur, integrado actualmente por Argentina, Brasil y Paraguay. Si bien el mismo arrancó siendo muy prometedor para el Uruguay, hace un tiempo, y en especial a partir de la crisis de 2001, el país se ha visto en varias ocasiones decepcionado por el proceso integrador. La dirigencia política uruguaya no se encuentra conforme con los resultados alcanzados hasta el momento. Por tres razones, la situación actual del Mercosur compromete el desarrollo del país:1. En primer lugar, como producto de las innumerables barreras comerciales, arancelarias y no arancelarias, que aún resisten y persisten en el bloque, el Uruguay no tiene la seguridad de poder entrar en los mercados de quienes componen el mismo.2. En segundo lugar, la reticencia del bloque a abrirse al mundo y la prohibición de relacionarse bilateralmente con países fuera del mismo, le impide a Uruguay ganar acceso a mercados internacionales. Esta situación juega claramente en contra de los intereses de un país pequeño, que aspira y necesita el acceso a mercados más grandes. No pudiendo abandonar el bloque, porque sería demasiado costoso para la matriz productiva que ya está orientada para la exportación intra-bloque, ni comenzar otro proceso de integración, Uruguay se encuentra muy limitado en el actual proceso.3. A su vez, está fuera de duda que el poder negociador de Uruguay, comparado con el de Argentina y Brasil, es menor y, por lo tanto, los márgenes que tiene para influir en la dirección general del bloque son bastantes acotados.En este panorama, un mayor acercamiento comercial con los EEUU podría ejercer presión al interior del bloque para otorgarle a Uruguay o bien mayores beneficios o bien una mayor laxitud comercial, de modo de hacerle atractivo continuar en el mismo. El hecho de buscar la integración con una potencia de la magnitud de EE.UU. hace manifiesto el descontento uruguayo con la dirección que últimamente ha tomado el bloque y le da cierto margen para intentar maniobrar en una situación que le desfavorece.La inmigración uruguaya: la otra fronteraEn otro orden, un aspecto de las relaciones que podría presentar una perspectiva de desarrollo para nuestro país es el que refiere a la inmigración uruguaya en los EE.UU. Uruguay es uno de los países latinoamericanos con las tasas de emigración más altas. Se calcula que unos 600000 uruguayos se encuentran fuera del país. Esta cifra resulta tan preocupante como paradójica; preocupante porque representa nada menos que el 16% de la población uruguaya y paradójica por el hecho de que esa alta tasa se da en un país que, dentro del concierto latinoamericano, no tiene una situación económica negativa como para justificar esa alta emigración.Lo que sucede es que la emigración no se puede explicar sólo en función de la condición económica del país. En el caso de Uruguay, tiene que ver específicamente con las expectativas que los jóvenes uruguayos (en especial, los que poseen alta capacitación) se generan con relación a su futuro profesional y personal. Estas son expectativas que el país no logra suplir, dado que no cuenta con la infraestructura laboral para absorberlos. De allí que sean los jóvenes provenientes de estratos sociales medios y altos los más dispuestos a emigrar y que ésa disposición aumente conforme aumenta el nivel de estudios (5). A su vez, podemos ver el porcentaje de emigrantes que tienen un título universitario es mayor al porcentaje de la población que tiene título universitario (15% versus 10%) (6).Del total de los uruguayos emigrados, 80000 se encuentran en los EE.UU. La mitad de ellos están documentados y una parte significativa son personas altamente calificadas, con buenos ingresos, como empresarios, artistas o investigadores. Muchos de esos emigrantes partieron en los años 60 o 70, habiendo sido algunos de ellos reclutados por empresas estadounidenses (7). Sin embargo, y pese a que existe un contingente importante de profesionales allí instalados, no existen suficientes organizaciones que los nucleen y que permitan transferir los conocimientos acumulados por los compatriotas. Allí existe una oportunidad desaprovechada.A ese respecto, se debería seguir el ejemplo de una de las asociaciones exitosas con la que Uruguay ya cuenta en el extranjero. En particular, estamos hablando de AFUDEST, una organización franco-uruguaya, creada en 1985 por un grupo de 40 científicos uruguayos que viven en Francia y que tiene como objetivo lograr el desarrollo científico y técnico del Uruguay. Lo que sucedía era que muchos estudiantes uruguayos realizaban estudios en el exterior sin tener en cuenta la oferta laboral. De ese modo, las tasas de reintegración al país luego de terminados los estudios eran muy bajas: en Uruguay no había trabajo para ellos. Esta asociación nace con la vocación de acortar ese "gap" entre la formación recibida en el extranjero y la demandada domésticamente. La asociación también buscó generar una red profesional entre Francia y Uruguay que ha sido de gran beneficio para el desarrollo de nuestro país.Si esta experiencia quisiera extenderse a los EE.UU., debería adaptarse a las necesidades específicas de la población que allí radica. Por lo pronto, podría implementarse el sistema para estudiantes utilizado por la AFUDEST dado que, según la Unesco, EE.UU es uno de los destinos preferidos por los uruguayos a la hora de estudiar en el extranjero. Por otro lado, también sería bueno aceitar, siguiendo el modelo AFUDEST, algún tipo de mecanismo que permita crear una red o un espacio de intercambio profesional entre EE.UU. y Uruguay a fin de poder canalizar hacia el país tanto los conocimientos como las experiencias adquiridas por esos profesionales. El Ministerio de Relaciones Exteriores ha comenzado a trabajar en ello. Sin embargo, es necesario profundizar el papel de la sociedad civil ya que, por definición, la inmigración no es una cuestión o política estatal sino una cuestión personal y familiar.(1)- Además, según una encuesta de Latinobarómetro publicada en 2010, el 73% de los uruguayos tiene buena opinión de los Estados Unidos y, a su vez, el 91% considera que nuestro país tiene buena relación con la potencia del norte; un porcentaje que supera con mucho el promedio general de Latinoamérica (74%). (http://www.oas.org/en/ser/dia/outreach/docs/Informe%20Latinobarometro%20Cooperacion_en_America_Latina%5B1%5D%202010.pd)(2)- Según declaraciones del embajador norteamericano con ocasión de la visita de Bush: "Uruguay siempre ha jugado un papel más importante que su tamaño, es un país con una gran tradición democrática, donde se han reconocido los derechos humanos, las reglas del juego. Por eso Uruguay siempre ha sido reconocido como un país distinto en la región." (http://www.espectador.com/1v4_contenido.php?id=91564&sts=1)(5)- A propósito debe aclararse que Uruguay apoyaba el ALCA en la medida que implicara la eliminación de los subsidios a los productos agrícolas. (6) Énfasis del autor. Ver http://www.elpais.com.uy/110305/pnacio-551346/nacional/-frecuentes-punaladas-por-la-espalda-y-uso-de-tacticas-sucias-en-el-mercosur/(7) Ver http://www.anep.edu.uy/historia/clases/clase20/cuadros/15_Pellegrino-Demo.pdf(8) Ver http://www.anep.edu.uy/uruguayglobal/index.php?content=uee&target=datosmigratorios(9) www.anep.edu.uy/historia/clases/clase20/cuadros/15_Pellegrino-Demo.pdf*Depto de Estudios InternacionalesFACS – ORT Uruguay
"Una de esas verdades es que la guerra es un asesinato en masa, la mayor desgracia de nuestra cultura y que asegurar la paz mundial es nuestra tarea política principal."Hans KelsenLuego de abordar la teoría de la guerra justa y de sobrevolar las múltiples teorías belicistas que imperaron durante el siglo XIX y XX, finalmente arribamos a la tercera y última concepción que, desde el punto ético y jurídico-político, se puede tener sobre la guerra: la del pacifismo. Tal vez sea esta teoría con la que estemos más familiarizados en la actualidad. Ello no es casual, puesto que todo el mundo post-guerra y, me atrevería a decir, post-mayo francés, se moldeó sobre la base de esa visión esencialmente anti-belicista. Efectivamente, la misma Organización de las Naciones Unidas, como veremos más detalladamente, se erigió sobre los cimientos del pacifismo,en su forma jurídica.Cuando vimos la teoría de la guerra justa, señalamos que ésta descansaba sobre una decisión ética que precedía a todo su desarrollo. Ella era el primado de la justicia sobre la paz: frente a un acto injusto cometido por otro Estado, no hay que, a fin de mantener la paz, permanecer inmóvil sino que se debe actuar para restaurar la justicia transgredida. El énfasis está puesto, entonces, en dar solución al quebrantamiento de la justicia. En las teorías belicistas, en cambio, no se propone restaurar nada, puesto que la guerra debe estar al servicio, no de un valor trascendental, sino, pura y exclusivamente, del interés del Estado. Podríamos decir que, en todo caso, lo que se promueve con la guerra es la búsqueda de poder. En la concepción pacifista, no es ni el poder ni la justicia sino la paz la que reclama ahora la soberanía ética.Claro está que esa defensa de la paz como valor superior a la justicia y, ni que hablar, al poder, tiene distintas gradaciones y acentos. Como todo, dentro del pacifismo también hay matices. Están aquellos (los pacifistas radicales) que propugnan una abolición total de la guerra, quienes creen que su recurso es, en toda circunstancia, injustificable y están también aquellos (los pacifistas moderados) quienes repudian igualmente el acto bélico pero que, aún así, le dan luz verde en ciertas circunstancias, por supuesto, estrictamente estipuladas. Lo que no se pone en discusión, sin embargo, es la esencia misma del pacifismo que todos los pacifistas, sean moderados o radicales, comparten. De manera sucinta, se puede decir que es una postura doctrinal que, sencillamente, procura o, mejor dicho, aspira, en un horizonte próximo y posible, a abolir la guerra como mecanismo de relacionamiento internacional. Para ponerlo en otros términos, y en palabras de Bobbio, "El pacifismo activo se sitúa ante la guerra como el comunismo ante la propiedad (individual) y la anarquía ante el Estado" [1]Ahora bien, esta postura, valga decir, no es para nada nueva. A modo de ejemplo, podemos señalar que el cristianismo primitivo ya había profesado un pacifismo extremo basado en una lectura benigna de los Textos Sagrados. En efecto, estos cristianos se aferraban inflexiblemente al viejo mandamiento mosaico del "no matarás" y, sobre todo, al conocido episodio de San Mateo (5:39) en el que Jesucristo ordena "No resistáis al que es malo; antes, a cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra." Tomando este pasaje, ni siquiera la legítima defensa estaba permitida. Pero esta postura fue perdiendo vigor en la medida en que el cristianismo comenzó a tomar fuerza. Los padres de la Iglesia, como San Ambrosio y San Agustín, abandonaron el radicalismo del cristianismo primigenio y, en su lugar, perfilaron lo que sería la conceptualización de la "guerra santa" (en el caso del primero) y de la "guerra justa", en su versión cristiana (en el caso del segundo). Si bien el pacifismo pervivió durante la Edad Media, era de muy poca notoriedad y, asimismo, de insignificante influencia en los asuntos políticos.El pacifismo volvería a reaparecer, con mayor fuerza, para el siglo XVII y para principios del XVIII cuando una serie de autores como Emeric Crucé (1590–1648), William Penn (1644 -1718) el Abbé de Saint-Pierre (1658 – 1743), etc. pusieron de nuevo el tema en el "tapete". Pero sin duda es Emmanuel Kant (1724 – 1804), quintaesencia del proyecto ilustrado, quien logra una obra de tono pacifista, de mayor calado y de mayor trascendencia que habría de influenciar las posteriores discusiones sobre las posibilidades reales del pacifismo: estoy hablando de "La paz perpetua". En ese texto, Kant señala que la guerra es una actividad esencialmente irracional pero que la Naturaleza utiliza con el cometido de llevar al hombre a mayores estadios de virtud. La premisa que opera detrás es simple: sólo conocemos el bien cuando atravesamos el mal; sólo conocemos la verdadera virtud cuando el vicio llega a límites insostenibles. Este "plan secreto" de la Naturaleza, culminaría eventualmente en la articulación de una "Liga de Naciones", de corte republicana y racional, que iría restringiendo, conforme incorpora nuevos miembros, la posibilidad de la guerra. Así, entonces, imaginaría Kant el triunfo de la razón, de la paz, sobre las pasiones irracionales de los hombres.Sin embargo, la propuesta del pacifismo quedaría en suspenso durante el siglo XIX y no sería sino hasta la culminación de la Primera Guerra Mundial cuando esta concepción volvería a tomar vigor nuevamente. En esa escena, aparecería uno de los juristas más importantes de su tiempo como Hans Kelsen (1881 –1973) quien, y no en vano llamado el "Kant" del siglo XX, abrogaría por las ideas pacifistas, posicionado desde las firmes trincheras del Derecho. Gracias a una militancia extendida y al horror que causó la Primera Guerra Mundial, durante el período entre guerras, el pacifismo jurídico alcanzaría su primera concreción material: la fundación, de inspiración kantiana, de la efímera Sociedad de Naciones en 1919. La creación de esta organización internacional respondía a una idea básica que opera en todo el pacifismo: los males de la guerra serían adjudicables a la organización política, a la estructuración institucional que impera en el orden internacional. En ese sentido, el pacifismo se da la mano con el idealismo, tal y como se lo postula en la esfera internacionalista (ello cobra más sentido cuando tenemos en cuenta que ambos tienen el mismo padre fundador: Emmanuel Kant). Es esta, entonces, la única visión de la guerra, de las otras que vimos, que se preocupa por el análisis de las causas de la guerra: lo que sucede es que, precisamente, a esta concepción le importa solucionar el problema de la guerra, prescindir de ella, algo que no acuciaba al reflexionar de las anteriores. El diagnóstico es sencillo: como los Estados adolecen de una autoridad superior que los regule, entran en contacto bélico, como los individuos en el estado de naturaleza [2]. Abolamos, pues, dicen los pacifistas, esa anarquía imperante y los horrores de la guerra no serán más que fantasmas del pasado. Ése es justamente el espíritu que anima la creación de la Sociedad de Naciones.Pero, como diría Kant, parecería que la Naturaleza todavía tenía algo más que enseñarnos: todavía no nos habíamos sumergido completamente en los barros del vicio. Faltaría una Segunda Guerra Mundial para que el pacifismo lograra afincarse realmente en la realidad política y jurídica del mundo. En efecto, sólo conviviendo con la sensación aterradora de que el Apocalipsis se encontraba justo a la vuelta de la esquina, es que los Estados recurrieron seriamente al planteamiento esbozado por los autores "heraldos" de la paz. A situaciones extremas, medidas extremas; a la longeva noche del belicismo, de la "era de las matanzas" hay que oponer el amanecer del pacifismo, la "era de la paz".Y es que, con la Segunda Guerra Mundial, la justificación historicista de la guerra entró en una encrucijada insalvable. El fenómeno bélico ya no se podía comprender más atendiendo a un contexto particular o teniendo en vista de un "proceso": la guerra amenazaba ahora con tragarse al mismísimo devenir histórico. El sentido de la guerra naufragó completamente desde el momento en que se mostró como imposible la realización de sus objetivos: en una guerra de tal magnitud, no sólo el vencido pierde todo sino que también el vencedor puede quedar en la ruina absoluta. "Vencedor" y "ganador" se transformaron en categorías vacuas, de contenido inidentificable, puesto que en una guerra total ambos bandos pierden demasiado.En este contexto de pesimismo universal, y recuperando el viejo concepto decivitas máxima, de comunidad internacional, las Naciones Unidas se muestran como un nuevo intento del pacifismo por ocupar un rol central en el desarrollo de las relaciones internacionales.Bien es verdad, no obstante, que hay quienes han querido ver en las Naciones Unidas no un producto exclusivo del pacifismo jurídico, sino una rara hibridación entre ésta y la añosa teoría de la guerra justa. La habilitación de la legítima defensa sería, para esa concepción, una reminiscencia de una de las causales de ius ad bellum que, como vimos en el segundo artículo, la teoría de la guerra justa explícitamente contemplaba. Pero, aún en el supuesto de que la ONU se hace de ciertos aspectos de la guerra justa, igualmente estaríamos reconociendo que esta organización ha sido construida sobre los ladrillos del anti-belicismo o, en su defecto, de un pacifismo moderado puesto que, y pese a que permite la guerra en ciertos casos, éstos precisamente constituyen la excepción y no la regla. De hecho, es por entonces, cuando la guerra de agresión, antes vistas como un derecho del Estado, pasa a ser concebida como un atentado contra la paz, como un crimen castigable como cualquier otro. De ahí, por ejemplo, los juicios de Núremberg de 1945 en donde el Tribunal Militar Internacional sentenciara que "Iniciar una guerra de agresión […] no es solamente un crimen internacional, es el crimen supremo internacional que se diferencia sólo de los otros crímenes de guerra en que contiene en sí mismo la maldad acumulada de todos." (Énfasis del autor)[3] Así se da un desplazamiento en la concepción de la guerra que deja de ser vista, desde el punto de vista jurídico, como una prerrogativa de la soberanía nacional, como un derecho "cuasi-inalienable" de los Estados, a ser un crimen contra la paz, contra la Comunidad Internacional toda.Esta idea de la guerra como crimen, cuya bandera era izada por el pacifismo, ya había tenido expresiones anteriores a la creación de la ONU como el Pacto Briand-Kellog de 1928 (que impelía a los Estados firmantes a renunciar a la guerra como un instrumento de política internacional) o la Carta de Londres de 1945 que, sentando las bases de los juicos de Núremberg, también criminalizaba la guerra. Con este artículo, culminamos nuestro estudio sobre las distintas concepciones sobre la guerra que puede abordarse desde el punto de vista tanto ético como jurídico-político. Como vimos, el concepto de guerra ha sido bastante plástico a lo largo de la historia y ha mostrado diferentes "caras" de acuerdo con la circunstancias. Ahora bien, el dinamismo del concepto de guerra no ha terminado con la institucionalización del pacifismo. Sobre todo, luego del 11 de setiembre, la visión sobre la guerra ha entrado nuevamente en discusión. Recordemos que George W. Bush, en su momento, intentó introducir una variante conceptual llamada "guerra preventiva" o "legítima defensa preventiva" [4]. Del mismo modo, podemos decir que el escenario poco amigable que, básicamente, nos presenta una considerable proliferación nuclear y la irrupción del terrorismo internacional como fenómeno de escala propicien, seguramente, cambios en el concepto de guerra tanto a nivel institucional (cada vez más se habla de una eventual reforma de las Naciones Unidas) como al nivel del discurso. En este clima, se habla de la "vuelta" de la guerra justa como paradigma más apropiado para enfrentar la problemática de este siglo XXI [5]. Por lo pronto, parece que la historia ha cerrado la puerta definitivamente a la concepción belicista. La cuestión parece debatirse, más bien, entre la profundización del pacifismo o la "puesta a punto", la reelaboración, de la teoría de la guerra justa. Veremos, entonces, qué sucede. * Estudiante de la Licenciatura en Estudios Internacionales. Depto. de Estudios Internacionales. FACS - ORT Uruguay[1] BOBBIO, Norberto, "Los problemas de la guerra y las vías de la paz", Ed. Gedisa, Barcelona, 2000, p.75.[2]En las propias palabras de Bobbio "…la institución del Superestado o Estado mundial…el único camino para eliminar las guerras es la institución de esta autoridad superior, que no puede ser otra que un Estado único y universal por encima de todos los existentes."op. cit., p. 80.[3] CAMPOS, Augusto, "Definición del crimen de agresión: evolución del concepto de crimen contra la paz hasta el Tribunal Internacional de Núremberg", En: Revista de Derecho y Ciencia Política- UNMSM. Vol. 66, Lima, 2009, p. 120.[4] A propósito de este tema se recomienda ver los siguientes artículos:CRISHER, Brian. 2005. Altering Jus ad Bellum: Just War Theory in the 21st Century and the 2002 National Security Strategy of the United States. [online] [citado 5 de junio 2010] Disponible en Internet: myweb.fsu.edu/bbc09/index_files/crisherfinalformat.pdf. CARO GARZÓN, Octavio. La doctrina Bush de la guerra preventiva ¿Evolución del "ius ad bellum" o vuelta al Medioevo? En: Revista Facultad de Derecho y Ciencias Políticas [online] 36(105) pp.399-429. Julio-Diciembre 2006 [citado 5 de junio 2010]. Disponible en Internet: http://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=2367474.RIGSTAD, Mark. 2007. Jus Ad Bellum After 9/11: A State of the Art Report. [online] [citado 5 de junio 2010] Disponible en Internet: international-political-theory.net/3/rigstad.pdf. [5] Para profundizar en el tema ver: YAMAUCHI, Susumu. New just war theory of the 20th century: the rebirth of Grotius and the United States. En: Hitotsubashi Journal of Law and Politics. [online] 36 pp.1-20.2008 [citado 5 de junio 2010]. Disponible en Internet:http://hermes-ir.lib.hit-u.ac.jp/rs/bitstream/10086/15653/1/HJlaw0360000010.pdf
"A religious community which wages wars against members of others religious communities or engages in other wars is already more than a religious community; it is a political entity."Carl Schmitt En el número anterior dijimos que la teoría de la guerra justa prefería claramente la justicia antes que la paz. Sin embargo, no resulta tan fácil discernir cuál es el primado ético que está en el núcleo teórico del grupo de teorías que postulan a la guerra como acto irrestricto.Por un lado, esa dificultad radica en que, detrás de esta visión, se escucha todavía un eco maquiavélico y aquel mandamiento realista que ordena separar la moral de la praxis política. En ese sentido, no habría ninguna decisión moral que tomar sino simplemente velar por el interés propio. Por otro lado, una segunda problemática asoma cuando tenemos en cuenta la pluralidad teórica que esta visión nos ofrece. La teoría de la guerra justa es fácilmente identificable como una "escuela" puesto que, más allá de las variaciones de autor en autor, ha mantenido una determinada fisonomía a lo largo del tiempo. En contraste, la visión de la guerra como acto irrestricto expresa una variedad tal que resulta verdaderamente compleja de aprehender. Tan disímil es el panorama que nos presenta este cuerpo teórico, que sólo es posible abarcarlas en una unidad coherente bajo el vago rótulo de "belicistas". Efectivamente, y pese a las considerables diferencias, lo que todo este disímil grupo de teorías tienen en común es su proclividad hacia la legitimación, no ya de cierto tipo de guerras (como es el caso de la guerra justa) sino, más radicalmente, de todas las guerras.Lo que sí se puede señalar certeramente es que esta teorización ejerció predominio durante todo el siglo XIX y que tuvo su cúspide durante la primera mitad del XX. En efecto, es en ese medio siglo cuando más fuertemente la visión de la guerra como acto irrestricto toma un cariz nefasto. Hay que recordar, en ese sentido, que esta visión cosechará, nada más ni nada menos, que dos Guerras Mundiales.Se podría decir que es Maquiavelo con su obra "El Príncipe" quien, tres siglos antes, inaugura esa concepción más belicosa del relacionamiento político. Es harto conocida la influencia del florentino en la práctica política de los subsiguientes siglos. Podemos decir, que en la praxis operaba Maquiavelo, pero en la teoría siempre se encontraba alguna manera de camuflar la defensa bélica de los intereses realistas de un Estado con algún subterfugio jurídico. En el siglo XIX, desaparece directamente esa voluntad de mostrar con ropajes idealistas la consecución armada del interés propio. Más aún, en el siglo XIX se vive un clima de virtual "exaltación" de la guerra que es realmente incomparable con el belicismo de otras épocas. Una exaltación que, a su vez, provenía desde distintos ámbitos, tanto de la filosofía y de la política como de la literatura y de la ciencia.Dado que es imposible transmitir esta complejidad que se señala en unas pocas líneas, me remitiré a dibujar, a grandes trazos, el espíritu general que anima semejante visión.A nivel de los hechos históricos, podemos decir que son las guerras napoleónicas las que, grosso modo, precipitan la emergencia de un nuevo paradigma sobre la guerra. Son estas guerras las que, de hecho, disparan las filosofías de la historia, es decir, el movimiento historicista. Y será por la vía de la filosofía historicista por donde encontraremos, justamente, los primeros moldes teóricos de esta nueva visión de la guerra.En efecto, y en la medida en que el historicismo debía justificar, a la luz de un determinado fin absoluto, de una ley natural objetiva e infalible, de los designios de la Providencia o de las puras fuerzas económicas, todos los hechos históricos, también debía encontrar una explicación para ese fenómeno que golpea una y otra vez a la historia, que se enquista permanentemente en el devenir: la guerra. En la historia, nos dirá un historicista, todo, inclusive la guerra, tiene su lugar adecuado: en ella, no hay espacio para el arbitrio, la contingencia o la fugacidad.Pero la guerra no es un fenómeno más del rico mundo histórico, de ese continuum. Por su rol y por su innegable magnitud, se torna, más bien, en el objeto de estudio privilegiado del historicista: es el acontecimiento en el que más fielmente se refleja el cambio histórico. Las etapas de la historia no se han superado sino a través de la fuerza de los enfrentamientos. Bajo la lupa historicista, la guerra puede ser, y desde una lectura benigna, un mal históricamente necesario o, de manera más contundente, un bien históricamente deseable. Tal vez, el ejemplo más emblemático de esta postura sea el de Hegel. "He visto el Espíritu Absoluto a caballo" dijo este filósofo cuando vio pasar a Napoleón por su ventana. Con ello nos quiere decir su guerra revolucionaria, y con los valores que ella encarna, Napoleón se hace virtualmente el portador del Espíritu Absoluto, es decir, de la dinámica que gobierna, para Hegel, todo el devenir histórico. De ese modo, la dialéctica histórica, el "progreso" se pone en marcha con el tronar de los rifles.Es también en la obra de Hegel en donde se manifiesta más claramente el fuertedeclive de la teoría de la guerra justa. Esto es, para finales del siglo XVIII asistimos a un repliegue del Derecho natural; dogmática jurídica con la que la teoría de la guerra justa se había, hasta entonces, hermanado.Ya en sus últimas formas, valga aclarar, el Derecho natural comenzaba a ser más permisivo con las potestades del Estado y, a la vez, más flexible con algunos de los postulados de la guerra justa. Por ejemplo, Emmerich de Vattel señalaba que los Estados podían juzgar, de manera soberana, el contenido del Derecho natural. Con ello se los autorizaba tanto a decidir por ellos mismos la gravedad de una ofensa y como a apelar o no al recurso de la fuerza armada. Lo que en Hugo Grocio pertenecía al orden de lo objetivo, de las verdades autoevidentes, en Emmerich de Vattel se comienza a relativizar, se hace interpretación subjetiva y, más aún, se asimila con la libertad soberana.En Hegel esa tendencia se radicaliza. En su obra jurídica no hay ningún "orden natural" supra-adyacente ni ningún dictamen divino que trasciendan al Estado. En realidad, las normas y el orden jurídico entero son completamente absorbidos por el soberano que es, ahora, la encarnación misma del Derecho. Esta idea devendrá, finalmente, en una reivindicación explícita de la guerra como underecho estatal. Dicho de otra manera, ya no hay idealidad jurídica a la que haya que adecuar el uso de la guerra, por el contrario, la idealidad jurídica debe adecuarse al uso de la guerra que es ahora parte de la libertad soberana del Estado. Así la guerra se hace cuestión de derechos, de reafirmación soberana.A propósito, el jurista alemán Helmut Ridder señalaba que "La guerra no sólo sería para ambas partes "un medio de autoayuda permitido desde un punto de vista jurídico-positivo" sino, además, la manifestación de hecho y de voluntad, típica y ajustada a Derecho, de los Estados soberanos…"[1] Hay, detrás de esta insistencia en la soberanía, una voluntad explícitamente reafirmadora del estado de naturaleza internacional, una reivindicación nostálgica del bellum erga omnes. La fuerza es ahora el Derecho, lo correcto se arbitra con la guerra, con el brazo del soberano. En ese contexto, empezaron a emerger frases demenciales tales como"To declare war is one of the highest acts of sovereignty"[2]Esta voz reivindicativa de la guerra, que logró permear la concepción jurídica, se hizo oír, en realidad, por todos lados. Quien no recuerda el ya mitológico proverbio del militar prusiano de Carl von Clauswitz en el que señalaba que "La guerra es la continuación de la política por otros medios". También del mundo militar prusiano, el mariscal Helmuth von Moltke señalaba que "La paz eterna es un sueño, ni siquiera un sueño hermoso. La guerra forma parte del orden creado por Dios. En ella se manifiestan las virtudes más nobles del hombre: el valor y la abnegación, el espíritu del deber y el sacrificio de sí mismo. Sin la guerra el mundo se hundiría en el materialismo." [3] Ya entrando directamente en la apología de la guerra encontramos la obra del filósofo político Joseph de Maistre. Este reaccionario católico, en una de las más desvergonzadas glorificaciones de la guerra, apuntaba barrabasadas tales como que "[con la guerra] se cumple ininterrumpidamente…la gran destrucción de los seres vivos. La tierra entera, continuamente empapada de sangre, es una altar donde todo lo que vive debe ser inmolado…hasta la muerte de la muerte…La guerra…es divina."[4]Toda esta conglomeración de exaltaciones belicistas contribuyó a legitimar el imperialismo colonialista. Claro que, a ello hay que sumar el biologismo imperante durante todo el siglo XIX y parte del XX. En efecto, es también por este período por donde empiezan a surgir las teorías organicistas del Estado, aliadas delhistoricismo. El Estado no es más un artificio construido voluntariamente por los individuos, sino un resultado de fuerzas históricas incontroladas e inconscientes: es un ser vivo cuya salud está constantemente a prueba. La producción se hace el corazón de este nuevo ser vivo que necesita agitar los tentáculos de la guerra para mantenerse en forma. La guerra es la liberación de la fuerza, la válvula de escape de una energía incontenible. Por este mismo período, es que también nacen las concepciones proto-fascistas de la guerra como manifestación de vitalidad, como muestra del vigor de una nación o como medio para ampliar el "Lebensraum", elespacio vital de un Estado. La guerra se volvía entonces un imperativo moral.También desde el ámbito de la filosofía política, aparecen teorías que se construyen sobre el zócalo de la guerra. Tal es el caso del alemán Carl Schmitt quien, retornando a Hobbes y afirmándose en la estela dejada por el historicismo, procede a hacer lo que considera una rehabilitación de lo político. En efecto, lo político, nos dirá, se fundamenta, en última instancia, en la dinámica que permite distinguir amigos de enemigos y, sobre todo, en la posibilidad real de entrar en guerra con ese enemigo definido. Querer abolir la guerra es, por lo tanto, querer abolir la misma política. Bien es verdad, empero, que, y pese a que estuvo involucrado con el nacionalsocialismo, no hay en Schmitt una exaltación patológica de la guerra. Sin embargo, su teoría es inscribible en la lógica belicista del siglo XX por cuanto hace depender el fenómeno de lo político, justamente, de la guerra. La guerra es la precondición indispensable de lo político, una posibilidadque no debe ser restringida. De esta manera, la irrupción del historicismo como modalidad de análisis filosófico, el lento pero constante agotamiento de la teoría de la guerra justa, eldeclive del Derecho natural, la reedición del maquiavelismo y del realismo político junto con la influencia del biologismo en la reflexión jurídico-política se engarzaron con la revuelta romántica, con el industrialismo y con el imperialismopara dar cabida a un torrente desenfrenado, a una concepción primordialmentebelicista de la guerra. Los ribetes nefastos que esta concepción tomaría, fundamentalmente, para principios del siglo XX, marcarían su propio agotamiento histórico. Recogiendo la frescura de la traumática experiencia dejada por elbelicismo, el pacifismo jurídico irrumpe no ya como una mera alternativa, como una opción a la que se puede echar mano cuando los cañones quieran descansar, sino, más dramáticamente, como la única salida posible, como el único puente fiable. Del estudio del pacifismo, entonces, nos encargaremos en el próximo número. [1] RIDDER, Helmut. 1955. La guerra y el derecho de guerra en el derecho internacional y –en la doctrina internacionalista, p. 41.[2] Ibídem [3] RIDDER, Helmut. op. cit., p. 42.[4] BOBBIO, Norberto, "Los problemas de la guerra y las vías de la paz", Ed. Gedisa, Barcelona, 2000, p.63.* Estudiante de la Licenciatura en Estudios Internacionales. Depto de Estudios Internacionales. FACS - ORT Uruguay.
Comúnmente se señala a América Latina como un verdadero crisol de razas y culturas. Esa afirmación no es banal. Si algo distingue al sub-continente es justamente la conjugación de diversas herencias culturales y de disímiles grupos étnicos que, aunque no sin ciertas dificultades, han convenido en coexistir con relativa harmonía.No hace falta recordar que los componentes étnico-culturales que conforman la pluralidad latente de nuestro continente son básicamente tres: el nativo indígena, el europeo y finalmente el africano. Como es sabido, este último grupo acompañó la historia post-descubrimiento de nuestro sub-continente casi que de inmediato, debido al flujo esclavista que trajeron los europeos consigo a partir del siglo XVI. En ese momento se produciría el primer contacto poblacional entre el África Negra y la América Latina Indigenista. Fantis, Ashautis, Carabalí y los Yoruba fueron los grupos negros, provenientes de la costa occidental del África, más comunes en llegar. La concentración de estas poblaciones se produjo en mayor cantidad tanto en las Antillas como, en general, en las áreas tropicales. Lo que hoy conocemos como Colombia Venezuela, las Guayanas y especialmente Brasil fueron los puntos neurálgicos de recepción de negros esclavos. Además de su trabajo, los negros contribuyeron con sus costumbres, lenguas, música y religiones, forjando así una parte sustancial del patrimonio cultural latinoamericano.Con la sucesiva manumisión de los esclavos en nuestro sub- continente durante el siglo XIX, culminando con la de Brasil en 1888, los negros pasarían a integrarse en la sociedad como hombres libres, conformándose como un grupo étnico de suma importancia, que hoy llega a configurar el 30% aproximadamente de la población total latinoamericana (claro que con realidades variables dentro de cada país).Pese a la importancia de los afro-descendientes, las relaciones con el África no tendrían mayor desarrollo, ya sea porque los países latinoamericanos se abocaron a consolidar a sus respectivos Estados, o ya sea por el posterior proceso de "ensimismamiento" que experimentaría África, para la segunda parte del siglo XX, buscando emanciparse del coloniaje europeo.Esto cambiaría a partir de los 90', cuando se comienza a registrar un aumento considerable en los volúmenes de intercambio entre ambas orillas del Atlántico.Parece ser que en un mundo globalizado no existen los socios no-estratégicos, de esta manera en los últimos tiempos hemos asistido a una reavivación de las relaciones inter-continentales. A partir del 2000, y a modo de ejemplo, se ha iniciado un proceso de cooperación académica entre ambos continentes (así como también con Asia), realizándose diversas conferencias y reuniones, para revisar los puntos en común. Este tipo de aproximación tuvo su último encuentro en Buenos Aires, en 2005, que culminó con la aprobación y financiamiento de un programa de cooperación, con duración de tres años. Entre los objetivos principales del programa está el de subrayar la producción de conocimiento vinculado al desarrollo, a la cuestión de la paz y de la democracia. Además su buscó construir una visón conjunta para temas críticos, como el de la alimentación.No obstante, el hito más importante en este acercamiento multilateral fue, sin dudas, la primera Cumbre África-Latinoamérica, realizada en 2006, en la capital de Nigeria, Abuja. Impulsada por Brasil y Nigeria, dicha Cumbre buscaría originar una unión entre los países del Sur. La participación fue multitudinaria, ya que contó con la presencia de los 12 países miembros de Comunidad Sudamericana de Naciones y con 53 países pertenecientes a la Unión Africana. Con el pretensioso objetivo de desarrollar la cooperación económica y política, los temas tratados fueron desde la asistencia mutua en temas científicos hasta las estrategias comunes a adoptar en el escenario internacional, pasando por los derechos humanos. En materia económica, se trabajó sobre diversos puntos, entre ellos, temas tales como el comercio e inversiones, la lucha contra la pobreza, las políticas energéticas y sobre todo, los asuntos referidos a la agricultura y al combate del hambre. También se buscó generar un alineamiento en el ámbito de las negociaciones en la OMC; sin embargo, la empresa fue motivo de divergencias. Todos estos pasos en pro del acercamiento de los dos continentes, se plasmaron en el Plan de Acción de Abuja que, si bien su ejecución ha sido lenta, deja asentado las buenas disposiciones de trabajar en una alianza Sur-Sur.En esa misma Cumbre se fijó la fecha para un próximo encuentro. Éste fue programado para el 2008 pero finalmente se postergó para noviembre del presente año. El anfitrión, esta vez, será Venezuela. El pintoresco presidente caribeño, Hugo Chávez, ha anunciado ya cuatro propuestas para esa cumbre: una energética (Petrosur), una financiera (el Banco del Sur), una académica (la Universidad del Sur) y otra en cuanto a telecomunicaciones (Telesur). Ya se anunció, además, que se pretende llegar, en dicha Cumbre, a acuerdos concretos y que comiencen a dar resultados de inmediato en múltiples materias, como la cooperación social (salud, educación, etc.), tecnológica, cultural, de turismo, y en materia de intercambio comercial y de agricultura principalmente.Amén de los acercamientos multilaterales, se destacan también los esfuerzos individuales por conquistar al África Negra. Existen acuerdos bilaterales entre Colombia y Nigeria, Angola y Argentina, Brasil con Ruanda y Kenya, y Uruguay quien ha cerrado con Angola un Memorándum de Entendimiento. México también ha profundizado su relación con el continente africano. Recientemente, la canciller mexicana, firmó un acuerdo con Sudáfrica para Evitar la Doble Tributación y Prevenir la Evasión Fiscal y que decididamente impulsa el intercambio comercial y, principalmente, de inversiones. Argentina hizo lo propio visitando, el año pasado, a Argelia, Túnez, Libia y Egipto. Su objetivo: diversificar mercados e intensificar el flujo comercial con esos países que ya había alcanzado la nada despreciable cifra de U$S4000 millones de dólares.Sin embargo, los que llevan claramente la delantera en cuanto al relacionamiento con el África Negra son Brasil y Venezuela. El primero ha incrementado su intercambio económico con los países africanos considerablemente, pasando de cerca de U$S5 billones de dólares, en 2002, a aproximadamente unos U$S15000 billones para el 2006. Esta intensificación es el producto exclusivo de la política de Lula da Silva que, desde su asunción, se ha mostrado sumamente interesado en estrechar lazos con dicho continente, además de llamar a un cambio de perspectiva en el relacionamiento Sur-Sur. Esa preocupación se materializó con numerosas visitas a África que el mandatario brasilero ha efectuado durante su gobierno.Por su lado Venezuela, si bien no ha descuidado la reciprocidad económica, ha optado por emprender una verdadera "expedición" diplomática por el continente negro. Como es harto conocido, este gusto por lo diplomático caracteriza definitivamente al presente gobierno venezolano. Es así que las misiones diplomáticas venezolanas se duplicaron, así como también la presencia de embajadas en suelo africano, que hoy totalizan 47 de los 53 países que componen al continente. De esta manera, Venezuela ya cuenta con un marco jurídico que permite los mecanismos de consultas políticas así como la celebración de comisiones mixtas. Por si fuera poco, el país caribeño ya ha hecho saber que, para el presente año, y con la cumbre como disparador, tiene planeado agudizar la cooperación cultural con aquella región del mundo.Habiendo hecho este brevísimo vistazo a las relaciones entre América Latina y África, no sería errado afirmar que, pese a las significantes diferencias que existen entre ambos continentes, es del todo factible la coordinación de políticas comunes, sobre todo, a la luz de los puntos y desafíos compartidos por las dos orillas del Atlántico. Lo primero, el desarrollo, el combate al hambre y a la pobreza y el mejoramiento de la distribución de la riqueza, tema pendiente en los dos continentes. A veces, la imagen casi caricaturesca que tenemos del continente africano, nos hace olvidar no sólo de que es uno con grandísimas posibilidades y fortalezas, potencialmente explotables, -sobre todo, en materia de recursos minerales, hídricos e hidrocarburos- sino de que existen países, como Sudáfrica, con un nivel de desarrollo destacable. Por lo pronto, me parece que este acercamiento, sano y juicioso, puede traer grandes beneficios para las dos partes tanto en lo que hace a la complementariedad económica como, y especialmente, al desarrollo humano tan necesario y buscado por estas dos regiones, históricamente unidas. También me parece un signo positivo el hecho de que los países latinoamericanos, en su gran mayoría, hayan aprendido las lecciones del pasado y han entendido que lo más sano para el desarrollo de sus economías no es el aislamiento del resto del mundo sino la liberalización del comercio, y cuanto más diversificados los mercados, mejor. * Estudiante de la Licenciatura en Estudios Internacionales. Depto de Estudios Internacionales. FACS - ORT Uruguay.
La latente posibilidad de que Colombia y Estados Unidos firmen un acuerdo de seguridad ha alarmado a varios países de la región. Mediante el acuerdo, la potencia norteamericana se aseguraría una presencia militar importante en Colombia ya que le permitiría tener acceso y operar desde siete bases militares en dicho país, con un contingente de personal de aproximadamente unas 1400 personas, 800 de las cuales serían efectivos militares.Inmediatamente luego de hecho el anuncio de las intenciones de llegar al acuerdo, las repercusiones nacionales e internacionales no se hicieron esperar.Dentro de Colombia, la oposición más radical acusó al presidente Uribe y al susodicho acercamiento con los Estados Unidos como un "sometimiento" a los intereses hegemónicos e imperialistas de los "gringos". Acusación que fue respondida por el gobierno de Uribe, el cual alegó que el acuerdo no sólo no contempla obligaciones en lo referente a defensa mutua sino que tampoco compromete la soberanía colombiana en tanto que Colombia, entre otras cosas, podrá realizar diversos controles en las bases a ser instaladas. El gobierno defendió, en cambio, el rótulo de acuerdo de "cooperación bilateral", recalcando la importancia estratégica de la instalación de dichas bases, sobre todo, en lo que hace al fortalecimiento de la lucha contra el narcotráfico y contra las amenazas que supongan el terrorismo y los grupos armados ilegales, como las FARC.Pero, más allá de estas coyunturas políticas puntuales que se suceden en el interior de Colombia, es importante despejar algunos entretelones a los efectos de comprender, primero, la importancia real de la tentativa instalación de dichas bases y, seguidamente, el alcance regional y las ineludibles repercusiones en el resto del continente latinoamericano.A los efectos prácticos conviene comenzar por acercarnos a los diversos intereses estadounidenses que orbitan alrededor del acuerdo. El establecimiento de enclaves militares en Colombia no es menor para los Estados Unidos sino que se vuelve un objetivo importante desde el momento en que su única base militar instalada en Sudamérica dejará de serlo para el noviembre del presente año. Esa base militar es la que estaba ubicada en Ecuador, más específicamente en Manta; una instalación valiosísima no sólo por las favorables condiciones bajo las cuales operaba sino porque, desde la entrega del canal de Panamá, se había vuelto un centro de operaciones trascendental para los Estados Unidos en la región sudamericana. La reciente reforma constitucional en Ecuador dejó afuera la posibilidad de instalar cualquier tipo de bases militares extranjeras en suelo ecuatoriano, lo que imposibilita a su vez la renovación del acuerdo que Estados Unidos y Ecuador firmasen y que había dado lugar a la ya nombrada base de Manta.Hasta aquí podemos conjeturar que lo que le interesa a los Estados Unidos es sustituir la pérdida de la base en Manta por la instalación de nuevas en Colombia. Sin embargo, hay que advertir que existen otros elementos en juego. Y es que Colombia resulta ser, en el marco del socialismo "bolivariano" propugnado por Venezuela, un aliado, geopolíticamente hablando, de vital importancia. Es así que, con este paso estratégico –la firma del acuerdo de seguridad-, los Estados Unidos podrían estar contrarrestando la creciente influencia de países como Irán, Rusia y de China que últimamente se han acercado a la región andina (más específicamente a Venezuela, Ecuador y Bolivia) a la vez que afianza la ya buena relación con Colombia, aliada clave en un contexto donde a diestra y siniestra se predica un proyecto "socialista-bolivariano".La historia contemporánea de las relaciones Bogotá-Washington, marca una clara tendencia a la cooperación, tanto a nivel político, económico como militar. Tal es así que de producirse el acuerdo, éste no sería más que una amplificación y franca profundización de un plan pactado entre ambas naciones en el año 2000: el llamado Plan Colombia. Por medio de dicho Plan, los Estados Unidos, con el objeto de luchar contra el narcotráfico, prestaron ayuda militar y económica en una magnitud tal (más de U$S5000 millones) que convirtieron a Colombia en uno de los principales países receptores de dicho tipo de asistencia a nivel mundial.Por supuesto que la noticia de la eventual firma de un acuerdo bilateral, de carácter militar, suscitó intranquilidades en los países vecinos que, con Venezuela a la cabeza, sacaron a relucir nuevamente su discurso anti-estadounidense. El presidente de Ecuador, Rafael Correa, hizo saber su rechazo de inmediato, señalando lo que a su juicio constituye un potencial peligro que sería para la estabilidad de la región la firma de un acuerdo de tales características; tirantez con Colombia que se viene a sumar a la ruptura de relaciones efectivizada el año pasado. No muy distinta fue la reacción del presidente boliviano, Evo Morales, quien con una contundente afirmación expresó que los "Políticos que aceptan una base militar norteamericana en cualquier país de Latinoamérica son traidores de su país, traidores de su patria". Sin embargo, la respuesta más efusiva vendría de la mano del presidente más bolivariano de todos: Hugo Chávez. El mandatario venezolano, quien la semana pasada decidiera "congelar" las relaciones con Colombia, entre otras cosas, por su acercamiento con Washington, aseguró que detrás de las intenciones estadounidenses se oculta un plan siniestro que estaría buscando crear inestabilidades en su país. Según el propio Chávez, la instalación de dichas bases, asimismo, constituiría una amenaza para Venezuela desde el momento en que facilitarían una posible invasión estadounidense desde Colombia.Por su lado, el gobernante brasilero, Lula Da Silva, formuló una opinión contraria a la eventual instalación de bases militares en Colombia a la vez que puntualizó, al mejor estilo de Itamaraty, que dicha formulación era tan sólo una opinión personal y que lejos estaban de los intereses de Brasil entrar en conflicto con Colombia o con los Estados Unidos por este tema. Siguiendo esta misma línea, la mandataria chilena, Michelle Bachelet, expresó su completa adhesión a las palabras de Lula, y recomendó incluir este tema como prioritario en la agenda de la recién nacida Unasur. A pesar de ello, Colombia decidió no asistir a la cumbre de esta organización a realizarse el lunes próximo, y nada más ni nada menos que en Quito.En medio de este atolladero, Colombia se vio obligada a dar explicaciones más precisas sobre la eventual instalación de las bases militares. En este sentido, Álvaro Uribe decidió emprender una gira por el continente americano, en búsqueda del visto bueno de, por lo menos, siete países. Dicha gira comenzó el martes de esta semana con la visita de Uribe a Perú y continuó el miércoles con la entrevista con los presidentes de Chile y Paraguay. Según lo estipulado por el cronograma de visitas, el jueves Uribe tendrá una reunión con los presidentes de Argentina, Brasil y de Uruguay. De concretarse una entrevista con Evo Morales, también se realizará este jueves.Por lo pronto, es evidente que el acuerdo de seguridad planteado por Estados Unidos a Colombia no es un tema menor. No sólo por lo que significaría al interior del país andino en lo que hace a la lucha contra el narcotráfico, sino por el impacto que supondría en la región. Hay que tener en cuenta que la naturaleza de las bases planteadas permite que un avión estadounidense pueda recorrer la mitad del continente sin necesidad de buscar nuevamente fuentes de abastecimiento. Frente a este hecho, resulta comprensible y deseable la sana preocupación que algunos países sudamericanos expresaron los últimos días, claro que siempre y cuando la preocupación no devenga en intervención.Si un acuerdo de semejantes características se lleva a cabo efectivamente, no debemos sorprendernos. Éste sería, más bien, una consecuencia natural de un proceso que se viene gestando hace tiempo. A modo de "ayuda memoria", hay que recordar que, mientras que la ayuda prestada por las naciones latinoamericanas a Colombia se ha quedado solamente en el plano de lo simbólico cuando no en el mero gesto de solidaridad, los Estados Unidos han brindado asistencia real, puntual y constante a lo largo de los últimos tiempos. En ese sentido, es del todo entendible que Colombia se vuelque hacia la nación norteamericana y más cuando el acuerdo promete fortalecer el combate contra el flagelo de los grupos armados ilegales. Lo que sí debe parecernos asombroso, si no preocupante, es cómo un continente entero se pone en vilo frente a una eventual instalación de bases militares extra-continentales, mientras que la creciente compra de armas de Venezuela a Rusia y sus últimas incursiones militares en el Caribe junto con la ex - URSS, hayan pasado poco menos que desapercibidas.* Estudiante de la Licenciatura en Estudios Internacionales. Depto de Estudios Internacionales. FACS - ORT Uruguay.