La evolución de la política europea de inmigración es objeto de preocupación y análisis (ver la columna del Dr. Dr. Marcos Farías Ferreira en Letras Internacionales nº 25). Francia, que asumirá la presidencia semestral de la Unión el próximo 1º de julio, ha planteado la necesidad de terminar con las regularización colectivas de extranjeros en situación irregular en el territorio europeo y pretende endurecer las políticas comunes en este tema: mayores exigencias al derecho de asilo, mayor control en las fronteras exteriores al espacio comunitario y mejor organización de la policía europea de fronteras, entre otras medidas. La caza de extranjeros en situación irregular ha dado lugar a situaciones trágicas. Violencia policial frente a escuelas en las que se solicita a padres que presenten sus documentos de identidad cuando van a buscar a sus niños, en Francia. Agresiones colectivas en barrios poblados de gitanos a partir de la nueva política de Berlusconi, en Italia. Se está procurando arribar a un acuerdo intraeuropeo para que la detención de inmigrantes ilegales se limite en el tiempo, y que no pueda ocurrir que tengan que pasar años en centros cercanos a la frontera de la Unión esperando decisiones administrativas de los países de origen (asiáticos y africanos las más de las veces).El viejo continente precisa de renovadas fuerzas de trabajo y juventud para sostener sus regímenes de seguridad social. Es por ello, por ejemplo, que España regularizó masivamente más de medio millón de extranjeros extra europeos en 2005 y blanqueó una situación de hecho que terminó beneficiando las cuentas públicas por el mayor aporte de trabajos legalizados. Pero el problema no parece solucionarse con amnistías recurrentes.Si la apertura al Este de los últimos años ha permitido integrar de alguna forma a los países de Europa del Este que gravitaban en torno a la Unión Soviética, Europa no ha podido en estos años generar condiciones de cooperación con sus excolonias africanas que habiliten un crecimiento económico sostenido de ese continente y limiten estructuralmente de esta forma la emigración de jóvenes a Europa.Sin soluciones estructurales, el formidable flujo de individuos en busca de mejorar sus condiciones de vida seguirá alcanzando las costas de Europa independientemente de las políticas represivas que se puedan aprobar en la costa norte del Mediterráneo.La situación demográfica en la frontera sur del continente es a todas luces ilustrativa de la enorme dificultad que va a seguir teniendo una Europa- fortaleza. En efecto, África cuenta hoy en día con 930 millones de habitantes, de los cuales la mitad tiene menos de 17 años de edad. Uno de cada tres africanos vive con menos de un euro por día. Y en 2030, se calcula que la población del continente llegará a 1,5 mil millones de habitantes.La problemática identitaria se percibe en los debates políticos en torno a este tema. La tentación de culpar a los extranjeros de los males de una sociedad enfrentada a los cambios económicos impuestos por el nuevo espíritu del capitalismo es grande. A ella ceden movimientos políticos, las más de las veces de derecha, que encuentran un importante eco ciudadano.Las manifestaciones y agresiones xenófobas en Italia o Francia preocupan. Dan testimonio de la dificultad europea por aceptar lo distinto, la multiculturalidad, el espacio de apertura necesario que integre al extranjero que llega a habitar sus tierras. El problema de la aceptación del otro, de la Alteridad, no es nuevo en Europa. Los antecedentes en este sentido, lejanos y cercanos en el tiempo, son además extremadamente graves para todos aquellos que valoramos la libertad y la democracia.Una Europa que no defina con decisión políticas estructurales de desarrollo en los países del Sur próximos a sus fronteras terminará generando (y genera ya) un estado del alma que, más tarde o más temprano, negará la alteridad y se pondrá a la defensiva buscando chivos expiatorios para sus males. Es cierto que el Estado de bienestar forjado en torno al capitalismo y la democracia tiene sus límites. Por eso es que frente a la reafirmación egoísta de la mismidad y la perspectiva de una Europa-fortaleza cerrada y defensiva debe abrirse paso la política de apertura y cooperación que promueva el crecimiento económico sustentable. Atender a la alteridad es más difícil, más complejo y requiere más esfuerzo político que cerrarse al mundo. Pero es el único camino de largo plazo para profundizar la libertad y la democracia también en el continente europeo. Profesor de Sistema Internacional ContemporáneoLic. en Estudios Internacionales. Universidad ORT - Uruguay
Siempre insistimos en que para entender las relaciones internacionales, además del conocimiento teórico, se precisa acudir a las herramientas de la Historia (y de la geografía). Dos ejemplos conocidos vienen al caso. Al terminar la segunda Guerra Mundial, Estados Unidos tuvo la iniciativa de plantear el reembolso de costos de las inmensas operaciones militares que habían sido fundamentales para liberar a Francia del yugo totalitario nazi. Como respuesta, la "France éternelle" de De Gaulle tuvo el buen tino, en ese momento, de recordar el costo tremendo que habían tenido las campañas del Marqués de Lafayette y del Conde de Rochambeau, con el apoyo del contingente militar francés, en el siglo XVIII, para lograr la independencia estadounidense. Más cercano en el tiempo, luego de la caída de la Unión Soviética, Francia inició negociaciones con Rusia de forma de poder retomar con los empréstitos que ese país había contraído en tiempos de los Zares y que Lenin, con la Revolución Bolchevique de 1917, había decidido desconocer.En las últimas semanas, una información vinculada a Alemania y a la primera Guerra Mundial (1914-1918) viene a ilustrar a cabalidad este papel preponderante de los Estados y de la Historia, que tan relevante es para entender de qué va la escena internacional.El 1º de enero de 2008, con 107 años, murió en la indiferencia general, en Alemania, el último soldado de la Primera Guerra Mundial de ese país: Erich Kästner. Al poco tiempo, en marzo de ese año, habiendo ya festejado su cumpleaños 110, murió Lazare Ponticelli, el último soldado que había servido en las líneas francesas, de origen italiano. Desde la presidencia francesa se le rindió un sentido homenaje, con "profunda emoción e infinita tristeza".Las distintas reacciones se explican porque para los dos países el peso de la primera Guerra Mundial fue distinto. Sobre todo en Alemania, el primer conflicto se vio opacado por los horrores de la segunda Guerra Mundial. Para Francia, la destrucción del período 1914- 1918 fue inigualable en su Historia.Sin embargo, a pesar de esta perspectiva de indiferencia general por la primera Guerra Mundial, este no fue un conflicto menor para las finanzas de Alemania: tuvo que pagar indemnizaciones económicas por ser encontrada responsable de la guerra, que se llamaron reparaciones, y fueron impuestas por las potencias ganadoras, hasta el pasado 3 de octubre de 2010. En efecto, fue prácticamente un siglo más tarde, y cuando ningún testigo de aquél conflicto quedaba ya vivo, que la responsabilidad estatal alemana terminó de cumplir, en lo financiero, con las consecuencias del episodio que abrió el siglo XX. La suma total de las reparaciones, fijada en 132 mil millones de marcos- oro en 1921, fue disminuida en el Plan Dawes de 1924, y su pago fue escalonado por el Plan Young de 1928, de forma de que finalizara en el año 1988. En siguientes negociaciones de 1932, se bajó a 3 mil millones de marcos- oro la cifra total de reparaciones que restaban pagar. Pero en 1933, con Adolf Hitler en el poder, Alemania decidió no pagar más lo que entendía era la consecuencia injusta de un "diktat" de las potencias triunfadoras de la primera Guerra. Para ese entonces, Berlin había pago 22 mil millones de marcos- oro, de los cuales 9 mil millones habían ido a parar a Francia, sin duda la mayor perjudicada por el conflicto.Años más tarde, luego de la segunda Guerra Mundial, el pago del saldo de las reparaciones volvió a plantearse. Una Alemania moralmente responsable de las atrocidades más inimaginables en el período 1939- 1945, destruida y dividida, debió cargar además con el incumplimiento financiero internacional de los años 1930, cuyo origen se arrastraba desde el primer conflicto mundial.En 1953, el canciller Konrad Adenauer se comprometió a honrar los préstamos que su país había solicitado en los años 1920 en el mercado financiero internacional para pagar lo previsto en el plan Young. Sin embargo, con una Alemania dividida, la República Federal entendió que esas obligaciones debían de ser compartidas con su enemiga íntima, la República Democrática Alemana (RDA), alineada a la Unión Soviética de Stalin, en particular en lo que hacía al saldo de los intereses generados en el período 1945-1952, es decir, en los años que fueron del fin de la segunda Guerra Mundial a la conformación de la RDA. La falta de acuerdo demoró décadas el cumplimiento final de las obligaciones financieras alemanas. Fue así que recién en 1983 se terminaron de pagar los capitales pedidos a préstamo en los años 1920: prácticamente setenta años más tarde del comienzo de la guerra. Con el pago de 95 millones de Euros en este mes de octubre de 2010, a veinte años exactos de la reunificación alemana, concluyeron los pagos de los intereses de esos préstamos contraídos por Berlin, y se terminaron pues las consecuencias financieras de la primera Guerra Mundial.Alemania, a veinte años de su reunificación, y a prácticamente un siglo de iniciada la Gran Guerra, busca su lugar entre las grandes potencias occidentales y parece, lentamente, poder ocupar nuevamente un sitial político relevante en la escena internacional. Acaba de cerrar un capítulo terrible de la historia económica y política del siglo XX que la asienta en ese camino. Para entender esta evolución europea, como toda evolución en la escena internacional, importa acudir a la Historia política y económica de los Estados que condiciona, siempre, las políticas exteriores de los países. *Francisco Faig es Profesor de Sistema Internacional ContemporáneoDepto de Estudios InternacionalesFACS- ORT Uruguay
Cien números de una revista digital de análisis de las relaciones internacionales es un largo camino. "Letras Internacionales" ha abierto un espacio de reflexión universitaria en la que estudiantes, docentes, actores políticos y académicos nacionales e internacionales de primer orden, en todos estos años, han vertido sus análisis de forma plural y abierta. Convencidos de que el debate abierto y la respetuosa exposición de ideas enriquecen el mundo universitario y la vida ciudadana y democrática en el sentido más amplio, la profundización de este talante de "Letras Internacionales", que se confirma con este número 100, ha de seguir siendo motivación fundamental de esta revista.Así, en la sección que es la nuestra, Política Internacional, la cita de Karl W. Deutsch que inaugura cada número de "Letras Internacionales" sitúa la importancia de la materia en la panoplia de los estudios de ciencias sociales. Pero también deja planteado el formidable asunto de la gobernabilidad de las relaciones internacionales. Una problemática de gobernabilidad presente desde la apertura misma de la licenciatura de Estudios Internacionales en nuestra Universidad en 1993 (que coincide con los primeros años de la post- Guerra Fría), y que dibuja el contorno de uno de los principales ejes de preocupación política y académica de estos lustros. No es posible imaginar los escenarios políticos de gobernabilidad internacional que se han ido delineando poco a poco en estos tiempos, sin tener una cabal noción de lo que significan los "G- x" en relaciones internacionales. Presentemos pues una somera descripción, con algunas de las problemáticas que cada uno de ellos comportan, para ilustrar el panorama actual, a la vez que dejar abiertas interrogantes que con el tiempo, seguramente, se irán dilucidando en sucesivos futuros análisis de nuestros distintos columnistas: porque estamos convencidos que "Letras Internacionales" tiene un promisorio futuro por delante, para satisfacción intelectual y académica de nuestra Universidad y de su Licenciatura de Estudios Internacionales.El G-2. Lo integra Estados Unidos y China. Muchos analistas creen que es el escenario bilateral más importante del siglo XXI, porque los dos países, primer y segunda potencia económicas mundiales al día de hoy, son también los grandes actores estratégicos y militares de los nuevos tiempos. China es más reticente a admitir un papel preponderante en este sentido. Y la política de Estados Unidos privilegia, claro está, su relación con China, pero no desmerece los otros escenarios de negociación internacional multilaterales en los que tiene activa participación. El G-4. Formado por Japón, Brasil, India y Alemania, son países que tienen en común la voluntad de reformar el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas en un sentido que plasme los equilibrios internacionales actuales, lejos de la situación política y militar que dejó el fin de la Segunda Guerra Mundial en 1945.El G- 8. Originalmente, se trató del "club de los ricos" del G-7 de los años setenta y ochenta: Estados Unidos, Japón, Alemania occidental (luego toda Alemania unificada), Francia, Italia, Reino Unido y Canadá, al que se agregó Rusia en 1997. Con un primer centro de atención financiero y económico, a partir del fin de la Guerra Fría el G-8 empieza a tratar temas de seguridad internacional y por esta vía, de alguna manera, se instala en paralelo al grupo de cinco países que integran de forma permanente el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas – Francia, Estados Unidos, Reino Unido, Rusia y China -. La inclusión de Rusia en el G-8, en este sentido, va más en acuerdo con criterios políticos y militares que con razones económicas. El G-8 se posiciona pues como un grupo de hecho, con criterios de conformación que podrían entenderse como ambiguos – no todos son potencias económicas, no todos son potencias militares, no todos son democracias modernas, no todos son victoriosos de la Segunda Guerra Mundial -, pero que claramente permite el intercambio de ideas y consultas entre las principales potencias del mundo.El G-14. Está conformado por la conjunción del G-8, el G-5, formado por las cinco grandes potencias emergentes, China, India, Brasil, México y Sudáfrica, y un actor de Medio Oriente fundamental como Egipto. No es un grupo exclusivo como el G-8; tiene una vocación económica evidente, aunque no permite la apertura e integración de todas las potencias emergentes, como el G- 20.El G-20. A los países del G-8 y del G-5, el G-20 agrega Argentina, Australia, Indonesia, Arabia Saudita, Turquía, Corea del Sur y la presidencia de la Unión Europea. Representa el 87,8% del PBI mundial de 2009 y el 65% de la población mundial. El G-20 ha sido fundamental a lo largo de 2008 y 2009 para manejar la crisis financiera posterior a la crisis de las sub-primes estadounidense. Algunos actores relevantes del G- 20, como Brasil e India, apuestan a que el grupo se transforme en la plataforma de gobernabilidad internacional que precisan las relaciones internacionales. Sin embargo, no parece sencillo dar al G-20 un lugar determinado y claro en el manejo de los temas internacionales. En efecto, hay países que lo integran cuyo peso político internacional es escaso – ilustración clara: Argentina -, y hay otros, cuyo papel en la seguridad internacional es notoriamente marginal porque dependiente de los Estados Unidos – Japón, Arabia Saudita, Corea del Sur -. La integración de potencias regionales y no mundiales, como Turquía, Brasil, México, Australia, Indonesia y Sudáfrica, abren ciertamente el espectro de negociaciones a zonas del mundo que, por su dinamismo económico o por su peso demográfico, precisan de una mayor atención en el concierto internacional. Pero es claro también, que los temas centrales de las relaciones internacionales, pasado el escenario angustioso financiero de 2008-2009, siguen encontrando en el restringido G-8 un lugar natural de negociación y diálogo entre las principales potencias del mundo.De forma general, la multiplicación de los G-x es muestra clara de la necesidad de contar con escenarios de gobernabilidad que amplíen los previstos a la salida del orden de posguerra de 1945. ¿Podrán transformarse efectivamente en instrumentos eficaces de un nuevo orden mundial? La voluntad francesa de dotar de mayor institucionalidad al G-20, con una secretaría permanente, va un poco en ese sentido. Pero es una iniciativa que no desdibuja el papel del G-8, y que quiere dirigir los esfuerzos del G-20 en un sentido de mayor cooperación internacional y desarrollo, dejando de lado los temas estratégicos- militares y de seguridad. Lo que sí es seguro es que será dentro de este esquema de alianzas, diálogos y escenarios de negociación que se afirmarán las reformas institucionales que, con el tiempo, darán a luz a las nuevas herramientas que mejoren la gobernabilidad de las relaciones internacionales de este siglo XXI. *Francisco Faig es Profesor de Sistema Internacional ContemporáneoDepto de Estudios InternacionalesFACS- ORT Uruguay
Las esperanzas de democratización de los años ochenta y principios de los noventa en América del Sur fueron parte de un espíritu liberal y democrático que se extendió por todo el mundo. Chile, Argentina, Uruguay, Bolivia, Paraguay, Perú, Ecuador y Brasil sumaron sus esfuerzos por construir democracias sólidas en estas latitudes, así como los países de Europa del este hicieron lo propio luego de décadas de dictaduras comunistas. Procesos electorales exitosos se llegaron a consolidar también en Centroamérica, que terminaron con años de guerras civiles – Nicaragua, El Salvador, etc. -. En África y Asia también soplaron vientos democráticos que en algunos casos fueron cruelmente abortados – Argelia, por ejemplo – y en otros abrieron tiempos nuevos – África del Sur, por ejemplo- . Se multiplicó la literatura especializada en sociología y ciencia política sobre las transiciones democráticas, y en América del Sur los grandes debates giraron en torno a las condiciones de desarrollo de la democracia, la gobernabilidad, y sus vinculaciones con el crecimiento económico.Veinte años más tarde, nuestra región enfrenta vicisitudes distintas. El primer paso para el fortalecimiento de la democracia parece claramente consolidado hoy en día: no hay país de América del Sur que no concurra a elecciones periódicas de sus gobernantes.La necesaria legitimidad de origen, es decir, la que otorga el pueblo al momento de votar, es reconocida por propios y extraños. Crisis institucionales tan severas como la de 2001 en Argentina o la de estos últimos dos años en Bolivia no se han concluido por golpes de Estado militares, como previsiblemente habría ocurrido a lo largo del siglo XX en situaciones similares en ambos países – y en tantos otros de la región –. Sin embargo, el sistema democrático no es solamente votar en elecciones periódicas. La democracia liberal se forja sobre bases de pluralismo – elección de autoridades entre varias opciones políticas -, respeto de libertades individuales, respeto por el Estado de derecho y posibilidades de control ciudadano sobre las políticas de gobierno que, definitivamente, están mayoritariamente ausentes del panorama regional. Lejos de profundizar la democracia en un sentido de perfeccionamiento de la arquitectura institucional y de desarrollo de prácticas acordes a esta mayor exigencia, América del Sur concentra sus esfuerzos en torno a problemáticas añejas. Su retórica habla de socialismo, vientos de guerra, carrera armamentista y preocupaciones militares, imperialismo o sueños de integración con faraónicos proyectos de infraestructura regionales. Una excepción es clara: Brasil, al menos desde la exitosa alternancia en el poder que significó la elección presidencial de Lula en 2002, está empeñado en transitar un camino propio que lo tiene como legítimo interlocutor de las principales potencias mundiales en la construcción del nuevo orden internacional.Pero, de forma general, América del Sur no avanza exitosamente en mejorar las bases democráticas en el ejercicio del gobierno. Existe hoy en día una aceptación clara de la legitimidad de origen de los gobernantes – el voto popular -, pero se falla gravemente con relación a la necesaria legitimidad de ejercicio de esos gobernantes, que lejos están de ajustarse al imperio de la ley de forma sistemática. En este sentido, hay mecanismos y lógicas que funcionan mal en Sudamérica. A modo de imperfecto inventario: independencia del poder judicial; control efectivo del poder legislativo sobre el accionar del ejecutivo; consolidación de un entramado de instituciones de regulación con independencia técnica, fines específicos definidos y legitimidad democrática indirecta – banco central, controles de constitucionalidad, controles del mundo audiovisual, etc. –; rendición de cuentas efectiva de la gestión de los gobernantes a la ciudadanía. La mayoría de los países sudamericanos han enfrentado en estos años, además, proyectos de reforma constitucional – en algunos casos aprobados – que buscaron instaurar una reelección presidencial que, en nuestro subcontinente, responde a lógicas de acumulación de poder bien distintas a la reelección presidencial que se verifica en la envidiablemente equilibrada constitución de Estados Unidos. Responde, en síntesis, a lógicas políticas e institucionales no democráticas porque van contra la imprescindible división de poderes.El panorama es otro en las regiones que, como la nuestra, accedieron en los años ochenta a una mayor democratización. Se debaten allí otros temas. Ni España, Portugal o Grecia, que profundizaron sus democracias en los ochenta; ni Polonia, Hungría, Turquía, Corea del Sur, África del Sur o Finlandia, por ejemplo, para quienes el mundo cambió luego de 1989, ponen en tela de juicio las virtudes de la democracia representativa y liberal como ocurre en Sudamérica. Por supuesto, los caminos de perfeccionamiento institucional y efectiva realización democrática son distintos en cada caso. Por supuesto, el grado de desarrollo económico también lo es. Pero a ninguna de sus élites con capacidad y voluntad de conducir los destinos nacionales se les ocurre cuestionar el principio de la democracia representativa liberal y su necesaria conjugación a la luz de las legitimidades de origen y de ejercicio del gobierno. Todas ellas, en mayor o menor grado, se ocupan de perfeccionar sus sistemas democráticos desde la aceptación de la mayor complejidad de la actuación de gobierno en tiempos de globalización económica. Los problemas a atender son, por ejemplo, cómo compatibilizar el mayor protagonismo del saber técnico en el poder político, con la necesaria legitimidad democrática del gobierno. O cómo modernizar la base legal para seguir protegiendo las libertades individuales en tiempos de revolución tecnológica y de comunicaciones. O, en los casos húngaro, polaco y turco, cómo adaptar las legislaciones nacionales y las prácticas institucionales a los designios de mayor democratización que impone la Unión Europea.Desde los países centrales, y los no tan centrales, echar un vistazo hacia nuestro subcontinente alcanza para concluir, con una sonrisa comprensiva hacia nuestra pintoresca situación, que vivimos folclóricamente en tiempos pasados. La imagen de Chávez, cuando atina a entregar, reivindicativo, un ejemplar de "Las venas abiertas de América Latina" de los años setenta al presidente Obama en abril pasado, lo resume todo. Y la respuesta de Obama, que apuesta a construir futuro y no a discutir pasado, da cuenta, con elegancia y sencillez, del divorcio entre la sensibilidad democrática moderna y la sudamericana.En este esquema, pagan justos por pecadores. La devaluación de la calidad democrática regional complica a dos países relativamente pequeños y comparativamente más democráticos: Uruguay y Chile (y Costa Rica en Centroamérica). Los dos se perjudican de la visión generalizadora que se tiene de nuestro tan peculiar como rezagado subcontinente, en materia de construcción y ejercicio democráticos.La apertura al mundo desde la individualidad, dejando de lado al subcontinente, ha sido la apuesta de Chile en estos veinte años para avanzar en su desarrollo y tratar de diferenciarse del embarazoso continente sub- democrático. En su momento, algo no muy distinto hizo Uruguay, cuando se quiso identificar como la Suiza de América, y buscó en el mismo movimiento, separarse de las tribulaciones suramericanas. En todo caso, es claro que el espejo de la mejora de la calidad democrática, tanto para Chile como para Uruguay, no se encuentra en Sudamérica. Y que las decisiones estratégicas de inserción internacional de ambos países son relevantes a la hora de procurar un mejor destino nacional.*Profesor de Sistema Internacional ContemporáneoDepto de Estudios InternacionalesFACS- ORT Uruguay
Según una leyenda eslava del siglo XIV, al principio de los tiempos había tres hermanos que se fueron separando para tomar posesión de tres países. Czech fue al sur; Rous al este y Lech se quedó en las fértiles tierras polacas.En realidad, la expansión del pueblo eslavo por toda Europa hacia el oeste, hasta los límites del Imperio Carolingio (771-814) en la región de Moravia y el río Elba, data de finales del siglo V y principios del VI de nuestra era. Los eslavos inician su peregrinación hacia esos territorios prácticamente despoblados, a partir de la zona del río Dnieper, cerca de Kiev, empujados por la llegada desde el este de los hunos. Ocupan prácticamente la mitad de Europa hacia el siglo X, limitando con el imperio Bizantino en la actual zona de Yugoslavia, al sur; con el mar Báltico en la desembocadura del Oder, al norte; con el mar Negro al suroeste, y con el río Volga y la zona báltica al noroeste.El legado de la HistoriaNo puede entenderse la política exterior rusa, de hoy y de siempre, sin este formidable legado histórico y geográfico eslavo. Consciente de su papel central en la historia de Occidente, Rusia ha obrado, al menos desde el siglo XVII, de forma de garantizarse un lugar de privilegio en el concierto de las grandes potencias; obsesionada, desde siempre, con garantizar su salida al mar Báltico y al mar Negro.Desde Pedro el Grande –que lega a la Historia rusa la salida al Báltico -, hasta Putin, pasando por Catalina II, la amiga de los filósofos franceses de la Ilustración, que asegura la salida al mar Negro; Alejandro III – que teje las alianzas claves con Francia e Inglaterra a finales del siglo XIX –; o el mismísimo Stalin, que conduce la Segunda Guerra Mundial desde la referencia del orgullo ruso y marcha con convicción hacia el centro de Europa, la política exterior de Moscú ha respondido a ejes estratégicos que van de la mano del convencimiento de cierta grandeza de su civilización. Primer potencia mundial en superficie, la Federación Rusa de más de 17 millones de km es la frontera entre Europa y Asia, e integra con igual espíritu estratégico los dos continentes. Fue actor político fundamental del siglo XX (tal como lo adelantara Alexis de Tocqueville en sus análisis sobre Estados Unidos en la primer mitad del siglo XIX). Contribuyó, más que cualquier otra potencia, a ganar la Segunda Guerra Mundial, que le costó la pavorosa pérdida humana de 20 millones de rusos (algo no siempre señalado por estas latitudes tan proclives a la influencia, por décadas, de la propaganda antisoviética estadounidense de la Guerra Fría). Y vivió en los años 1990 un derrumbe económico sin parangón, del que todavía está saliendo con dificultades. La salida del socialismoSi calculamos el PNB por habitante en paridad de poder adquisitivo sobre una base 100 en 1990, Rusia se hunde y llega a la trágica cifra de 60 en 1995. Moscú aceptó en los años Yeltsin una privatización salvaje, en particular en el área estratégica de la energía, que colaboró en la formación de una clase "oligarca" poderosa en dinero, corrupta, y vinculada a intereses corporativos extranjeros que saquearon al país. Llegó a la quiebra financiera del Estado en 1998. Se benefició a partir de 2004 por la suba del precio del petróleo, y recién en 2005, el PNB ruso por habitante alcanzó el entorno de 90 puntos en la escala antes referida. Todas cifras que dan cuenta de una catástrofe nacional, en medio del crecimiento sostenido de todas las potencias occidentales y asiáticas, y que demuestran la enorme dificultad de la transición económica rusa hacia un sistema capitalista abierto y competitivo luego de décadas de socialismo ineficiente y corrompido. Pero la Federación Rusa también procesó cambios geopolíticos fundamentales en esos años noventa.Moscú terminó con el régimen totalitario más perfeccionado en la historia de la humanidad evitando una guerra civil. Aceptó que sus países satélites de Europa del Este, de la zona del Báltico, del Cáucaso y de Asia Central se independizaran en relativa paz, y permitió que Bielorrusia tuviese un gobierno propio.Enfrentó, además, el activismo desembozado de la CIA en el Cáucaso. Estados Unidos fijó bases militares en Uzbekistán y Kirguizistán; instaló consejos militares en Georgia y avanzó hasta las puertas mismas de la federación con acuerdos con países que se integraron (o pretenden hacerlo) a la OTAN. Por su parte, la Unión Europea pasó en estos primeros años del siglo a tener fronteras directas con su tan importante socio comercial ruso, lo que también significó un cambio fundamental en los parámetros de seguridad regional.Finalmente, la Federación Rusa, de unos 142 millones de habitantes (7 millones menos que en 1993), viene enfrentando desde hace décadas problemas demográficos preocupantes a mediano plazo, de los que se ocupara el artículo de Pablo Brum (cf. Letras Internacionales nº 70, "Una verdad incómoda") y que, de mantenerse, implican el continuo decrecimiento absoluto de su población en los próximos años. El centro estatal de estadísticas (Rosstat) calcula que Rusia perderá 11 millones de habitantes en el horizonte 2025.Sin embargo, las minorías rusas están muy presentes en las ex- repúblicas soviéticas. Representan por ejemplo, el 17% de la población de Ucrania, el 11% de Bielorrusia, el 40% de Estonia y Letonia, el 26% de Kazakstán y el 58% de la estratégica Crimea. Son más de 17 millones los rusos desperdigados por los países del área cercana a la Federación, que aseguran un enorme potencial de influencia de largo plazo, cultural y económico, y que vienen a ilustrar la complejidad del entramado geográfico y político de la región.¿Una potencia estabilizadora?Intérprete de cierto legado de la Historia y consciente de la evolución reciente de la escena internacional, la Federación Rusa de Putin y Medvedev ha establecido criterios claros y estrategias consistentes en materia internacional. En primer lugar, resguardar la frontera próxima, el área de influencia en donde, naturalmente según Moscú, debe primar el criterio del gran vecino ruso y la soberanía de los Estados habrá de ser, por definición, limitada. Siempre quiso Rusia que así fuera y, en su lógica, así ha de mantenerse en el futuro. Desde esa perspectiva debe entenderse la invasión y ocupación militar de parte del territorio de Georgia, o la negativa a aceptar el escudo antimisil estadounidense en Europa del Este que vendría a desestabilizar dramáticamente la ecuación militar en la región. Los rusos, claro, desconfían con razón de la prédica anti- iraní estadounidense que justificaría semejante revolución en la seguridad de su (natural) zona de influencia. Desde esa visión también, las relaciones con Venezuela o Cuba se explican como una reacción espejo, en la óptica de Moscú, al indebido, prolongado, y desestabilizador involucramiento estadounidense en el Cáucaso y en Europa del Este.En segundo lugar, Rusia se plantea avanzar en su reconocimiento como gran actor internacional, lugar que ocupó al menos desde el siglo XVIII. Ni Putin como presidente, ni Putin como primer ministro de Medvedev, está dispuesto a dejar que se relegue a la gran Rusia a un segundo plano de la conformación y definición del nuevo orden internacional de principios del siglo XXI. Y es que la Federación Rusa es un gran actor internacional, sin duda, en materia militar y energética. Desde esa perspectiva debe entenderse el aumento del gasto militar que representó en 2007 el 3,7% de su PIB, comparable en proporción al 4% del PIB que Estados Unidos destina a gastos militares (si bien en términos absolutos el gasto norteamericano es muy superior). En el mismo sentido, Moscú utiliza sus recursos energéticos para sus negociaciones con China por la venta de petróleo por ejemplo – en su papel de potencia asiática -, o para afianzar su realpolitik europea en torno a la provisión de gas a Ucrania, e indirectamente, como proveedor de toda la Unión Europea y en particular de su pulmón industrial alemán. Pero también quiere reconocerse como actor primordial en el cuidado de los grandes equilibrios políticos mundiales. Rusia tiene un papel preponderante para jugar en la situación iraní, en Afganistán y en Corea del Norte, y en junio pasado mostró tener una posición constructiva con Estados Unidos sobre el desarme nuclear. Frente a la hiperpotencia estadounidense de los tiempos de Bush, que no generó estabilidad ni construcción colectiva de un nuevo orden internacional previsible, Rusia buscó aliarse con Europa en temas claves – el acuerdo Paris- Berlín- Moscú en 2003 sobre Irak lo ilustra – a la vez que profundizó su secular lógica imperialista regional. La Federación Rusa no jugará, por tanto, un papel democratizador en su región. No es una democracia plena, ni mucho menos (nunca lo fue, por cierto). Sus dirigentes actúan como integrantes de una especie de directorio de una "corporación rusa" económica, militar y estratégica que defiende cierta visión de lo que quieren ser intereses nacionales heredados de los más profundo de la Historia, y que no evita graves episodios de corrupción. En este sentido, su opaco manejo del poder es fiel a cierta tradición autócrata que descree del discurso democrático. Un discurso que es visto desde Moscú como un producto del sofisticado "soft power" occidental, y como un caballo de Troya que procura debilitar las bases del poder ruso en la escena internacional.Sin embargo, al decir del historiador francés Emmanuel Todd, asesor del ex presidente Chirac, Rusia tiene un "temperamento universalista". La igualdad está inscrita en el corazón de su estructura familiar por una regla de herencia absolutamente simétrica que, desde los tiempos de Pedro el Grande, rechazó la lógica del primogénito que favorecía al hijo mayor en detrimento de los otros. Según Todd, Rusia es "fiable porque, liberal o no, es de temperamento universalista, capaz de percibir de forma igualitaria, justa, las relaciones internacionales. Sumado a su debilidad, que le impide sueños de dominación, el universalismo ruso no puede más que contribuir positivamente al equilibrio del mundo ". Podrá compartirse la apreciación de Todd, o creer que peca de ingenuidad frente a los recurrentes episodios internacionales que ilustran la agresividad del "oso ruso". Pero sin duda, la gran Rusia, la del legado cultural universal de su literatura, la de los Gogol, Tolstoï, Dostoïevski y Tchekhov, es más compleja y rica que la representación en blanco y negro que lamentablemente ha primado históricamente en estas latitudes y que es heredera de la maniquea Guerra Fría. Sin duda, sus vecinos sufren su lógica imperial – los polacos, desde hace varios siglos, ¡vaya si la han sufrido! -. Sin duda también, si no cae en la tentación histórica de la anarquía o del salvaje autoritarismo, la Federación Rusa puede transformarse en un fundamental factor de equilibrio internacional. En todos los escenarios, la gran Rusia es y será un actor ineludible y de primer orden del tablero mundial. Entender mejor su complejidad es también contribuir a un mejor análisis de las relaciones internacionales.Emmanuel Todd. Après l´empire. Essai sur la décomposition du système américain. Folio, Gallimard, 2004, p. 218. *Profesor de Sistema Internacional ContemporáneoDepto de Estudios InternacionalesFACS- ORT Uruguay
Analizar a la Argentina desde este lado del Río de la Plata es un ejercicio difícil que arrastra muchas veces urgencias coyunturales. Sin embargo, la importancia del resultado electoral del 28 de junio argentino y la negativa evolución de las últimas encuestas de apoyo ciudadano al gobierno de Cristina Fernández, sumadas a la siempre vigente amenaza de movilizaciones gremiales del campo, que tan presentes están en nuestro cotidiano informativo, hacen necesario echar una mirada crítica sobre lo que ocurre allende el Plata.En efecto, a lo largo de la historia, Argentina ha sido una referencia clave en la región. Para nosotros ha oficiado además como un espejo en el cual reflejar nuestra cultura, nuestro desarrollo institucional, nuestro crecimiento económico: todo lo que hace a la conformación de nuestro colectivo social y político, para bien y para mal. ¿El fin de un modelo?Luego de la fenomenal crisis de 2001- 2002, Argentina salió del caos de la desintegración política, económica y social, de la mano del peronismo. Un peronismo que apostó al "país productivo" en la presidencia de Eduardo Duhalde, y que luego operó de forma tal de garantizar el triunfo electoral en la persona del sucesor designado, el gobernador de la distante provincia de Santa Cruz, Néstor Kirchner.Lejos de ser "un chirolita de un chásman", como sus adversarios quisieron mostrarlo en la campaña electoral de 2003, Kirchner afianzó grandemente su poder político con personalidad propia. Y eso a pesar de recibir en esas elecciones un apoyo ciudadano apenas algo superior al 20% del total de votantes y quedar detrás del candidato Carlos Menem. A pesar de un inicio que privilegió una retórica novedosa, más popular, democrática y sensible a temas sociales que lo que podía esperarse de un ex- gobernador pro- menemista en los noventa, el gobierno de Kirchner derivó más temprano que tarde en una práctica del poder en la que la primera y mayor preocupación fue la de generar condiciones, justamente, para permanecer en el poder. Lo hizo sobre la base de una vieja receta peronista que él rebautizó en torno a "la caja y las expectativas": la cooptación de dirigentes, el apoyo de los corporativismos a cambio de prebendas a sus dirigentes y, en definitiva, el entendimiento de "la caja" del Estado como si fuera un botín a repartirse entre los fieles. Así, en un período extraordinario de crecimiento económico, el presidente supo asegurarse lealtades sobre la base del reparto de la riqueza, desde la conocida perspectiva en la que el peso de los gobernadores de las principales provincias y la lógica partidaria- clientelista sustentaron todo el sistema. La demanda social de los años 2001-2002 de una mayor transparencia y calidad democrática quedó sepultada bajo mentiras y fraudes institucionales. Entre ellos, el más grotesco quizá, por su longevidad y gravedad, es la manipulación de las cifras de la economía nacional a través del Indec y toda la inseguridad en materia micro y macro económica que ello conlleva.La elección presidencial de Cristina Fernández, como en 1995 la de Menem, vino a legitimar con el sufragio popular todo un sistema que nunca procuró que la Argentina institucional ganara en autonomía republicana. Tempranamente, el episodio de las "retenciones del campo" de este año mostró, una vez más, la incapacidad histórica argentina de generar espacios de articulación política allí en donde la representación ciudadana debe ejercerse con plenitud, es decir, en el parlamento. Lejos de apoyar esa lógica articuladora, y siguiendo una línea estructural de la comprensión de la política esencialmente peronista y antiliberal, los conflictos se plantean y resuelven desde la lógica corporativa. Así se operó en la crisis del agro – hasta la próxima e inevitable movilización-; y así se enfrentan y resuelven, endeble y provisoriamente, los conflictos vinculados al mundo laboral (con el poderoso aparato sindical adherido a la causa peronista y cooptado por las prebendas del poder político). Sin embargo, el resultado del 28 de junio pasado vino a mostrar un rostro distinto al histórico conocido argentino. En una elección legislativa que se quiso de valor político plebiscitario, Kirchner perdió en Buenos Aires que, se sabe, es la provincia en la que la línea del presidente nunca puede perder. Y más sorprendente aun para la lógica de la escuálida calidad democrática argentina, Kirchner aceptó ese resultado adverso. ¿Un camino de normalización posible?La derrota del matrimonio presidencial abrió pues un espacio político distinto. No es que se pueda vislumbrar rápidamente un mayor apego a las formas republicanas de gobierno que privilegien, antes que nada, la lógica de la representación política parlamentaria y partidaria. Tampoco es que los viejos reflejos corporativistas, alentados durante décadas desde el poder peronista, vayan a desaparecer de la noche a la mañana.Sin embargo, el ordenamiento político argentino ganó en una real calidad democrática al aceptarse, pacíficamente, el resultado electoral adverso al gobierno. Y sobre todo, al generarse desde la escena política nacional una estructura bipolar que puede, rudimentariamente, ayudar a regenerar un tejido partidario que dé estabilidad a todo el sistema. Un tejido partidario que debiera ir en un sentido de darle mayor autonomía política a las decisiones del gobierno (aunque estemos todavía hoy, insisto, lejos aun de la maduración de este incipiente movimiento). Y que, más sencillamente, fuera capaz de devolver una real capacidad de opción electoral a los argentinos. Una dualidad forjada en torno a una suerte de opciones de pan- peronismo y pan- radicalismo. En el primero se ubican los principales referentes del Partido Justicialista y figuras afines al amplio espectro peronista, como Macri, De Narváez, Reutemann, etc. En el segundo, el vicepresidente Cobos, Carrió, figuras ascendentes provinciales como el socialista Binner, y por supuesto, el propio Partido Radical.El ordenamiento de espacios tan fragmentados a la vez que con matices tan diversos, solo puede hacerse desde la perspectiva de la realización de internas "pan- partidarias", cuyos resultados debieran, además, ser respetados por quienes las pierdan. Si bien es un proceso extremadamente difícil de llevar adelante, está en ciernes una reestructuración del sistema de partidos argentino que es, sin duda, imperioso conseguir con el objetivo de fortalecer las bases republicanas, liberales y democráticas en nuestro vecino país.La Argentina internacionalFinalmente, todos estos años de gobierno kirchnerista han dejado a una Argentina postrada en la escena internacional. En primer lugar porque, ya de forma definitiva, Brasil ha dejado de ser una potencia semejante en poder económico, en desarrollo institucional o en peso regional y militar. El seguidismo hacia la política exterior brasilera de todos estos años ha sido la trágica traducción de la decadencia peronista del siglo XXI. Estamos lejos de aquel sueño de la unión comercial del ABC (Argentina, Brasil y Chile) del primer Perón en donde Buenos Aires debía ocupar el centro. Brasil, hábil en el entendimiento de este nuevo escenario occidental, se ha posicionado, como en 1943, como el interlocutor privilegiado de Estados Unidos en la región. Y aspira hoy con total legitimidad a integrar los lugares que, por su peso demográfico y económico, formarán parte de la gobernanza mundial de las próximas décadas. En segundo lugar, porque la extendida decadencia republicana y liberal argentina se da de bruces contra el nuevo orden multipolar y democrático al que aspiran las principales potencias occidentales. Ni el Reino Unido, ni Estados Unidos, ni Francia, ni España, por citar cuatro países que han tenido históricamente relaciones privilegiadas con Buenos Aires, están dispuestos a admitir, en pie de igualdad, a interlocutores cuyas convicciones democráticas y liberales flaqueen. Todas las señales de alineamiento del peronismo de los ex -simpatizantes montoneros del "equipo K", en torno a la simplista visión del mundo chavista y a la limosna de sus petrodólares, perjudican al designio de Argentina – potencia regional.En vez de complicar el desarrollo industrial uruguayo – el conflicto con Botnia no es más que eso – o perjudicar las bases del crecimiento chileno – las inseguridades en la provisión del gas argentino no son más que eso -, Buenos Aires haría bien en reanudar con una política de equilibrio regional tan necesaria como urgente. Una reformulación que precisa de bases democráticas y liberales, que respete el derecho internacional y que brinde certezas a Estados Unidos de poder contar en Argentina con un aliado de la calidad de Brasil en la región.La normalización internacional de la Argentina precisa de, al menos, dos prerrequisitos urgentes. El sinceramiento de las cifras de las cuentas nacionales en donde la responsabilidad es solo de Buenos Aires. El ordenamiento de la históricamente indecorosa deuda externa del país, en la que la responsabilidad es compartida con los agentes financieros de los países centrales.Hay una chance excepcional que no se puede perder: la integración de Buenos Aires en el G-20 es, sin duda, una oportunidad de darle cierto protagonismo a la convaleciente Argentina internacional. Es también un escenario que permite avanzar en la profundización de la calidad democrática del país. Y es, desde esas dos condiciones, la posibilidad de regenerar rápidamente y en un sentido de certeza democrática regional el papel de la Argentina como potencia regional de equilibrio frente al poderoso Brasil.Desde este lado del Plata, precisamos de vecinos prósperos y de calidad democrática. El escenario interno abierto por el 28 de junio, con su expectativa de recomposición partidaria, y el exterior generado desde la nueva gobernanza internacional del G- 20, con su apertura hacia Buenos Aires, abren horizontes de esperanza para la Argentina y para la región. Es claro que, por ahora, son solo horizontes los que se abren. El camino democrático y garantista a recorrer por la Argentina es todavía en este sentido, largo y escarpado.*Profesor de Sistema Internacional ContemporáneoDepto de Estudios InternacionalesFACS- ORT Uruguay
El discurso sobre las relaciones raciales del 18 de marzo de 2008 mostró un candidato a presidente distinto. Barack Obama enfrentó su hora más difícil en la carrera presidencial y demostró ser un orador excepcional. Ya presidente de los Estados Unidos, sus ejes de política exterior han sido marcados por la determinación en el rumbo a emprender a la vez que la elocuencia y el convencimiento en la forma de exponerlo. Balance del primer semestre de política exterior del nuevo Estados Unidos.La política es el arte de gobernar. Tiene en el discurso una de sus principales herramientas para convencer y marcar rumbos.En tiempos difíciles, grandes líderes se apoyaron en el verbo para guiar a sus pueblos ante un futuro incierto y señalar un destino. Fue Churchill, en 1940 en el Parlamento, con su célebre discurso "I have nothing to offer, but blood, toil, tears, and sweat". Fue De Gaulle ese mismo año cuando afirmó desde la radio de Londres que "la flamme de la résistance française ne doit pas s´éteindre".También en el comienzo de tiempos nuevos hubo discursos señeros. El del presidente Kennedy en el Capitolio en 1961, "Ask not what your country can do for you"; o el memorable de Nelson Mandela en 1994 cuando accede a la presidencia de Sudáfrica y sentencia que "llegó el tiempo de curar las heridas" para su país.El presidente Obama, desde la centralidad de la política bien entendida, ha recurrido a discursos preparados y excepcionales para fijar aspectos medulares de su política exterior. En el número 64 de Letras Internacionales Guzmán Castro se detuvo en el que brindó en El Cairo el 4 de junio, que quiso ser un nuevo comienzo de las relaciones entre Estados Unidos y el mundo musulmán, con su formidable saludo inicial, testimonio de ese cambio, que sorprendió a la audiencia: "Salam alei kum".Barack Hussein Obama dejó en claro en Egipto que Estados Unidos no está en guerra contra el Islam; trató el tema de Israel- Palestina y el mundo árabe; aseguró que la democracia no puede ser impuesta desde fuera; recordó la responsabilidad de los Estados sobre las armas nucleares, y abogó por la libertad religiosa y el derecho de las mujeres. Desde el convencimiento del verbo reafirmó la necesidad de abrir un tiempo distinto en una región estratégica para el mundo.Con Latinoamérica también marcó un cambio. Flexibilizó la relación Estados Unidos- Cuba. Se rodeó de asesores que miraran más allá de México y Centroamérica – en particular, el chileno Arturo Valenzuela -. Ya se reunió bilateralmente con los presidentes de Colombia, Chile, Brasil y México. En abril, recibió con gentileza de manos de Chávez "Las venas abiertas de América Latina", en el momento del saludo protocolar de la 5ª Cumbre de las América en Trinidad y Tobago.En esa primer Cumbre americana de Obama, el presidente repitió lo que ha dicho a todos quienes lo quieran escuchar en el subcontinente: que él no está para discutir Historia ni para mirar el pasado, sino para hacer la Historia del futuro. El presidente de Costa Rica, Oscar Arias, ya lo había entendido, cuando se quejó de que en cada reunión de presidentes del continente se señalaban las culpas estadounidenses de todos los males pasados, presentes y futuros de nuestros países latinoamericanos.Obama, desde el ejemplo de su itinerario de vida y en el respeto de su investidura, mostró a Chávez y demás contertulios, con elegancia, la exigencia que ha de tener un presidente en su papel institucional: la construcción del futuro y no la imprecación de las rémoras de un quejoso pasado (tan omnipresente por estas latitudes).Los asuntos mundiales fueron encarados con ese mismo espíritu. El 2 de abril en Londres Obama dio toda su legitimidad al G-20 para el tratamiento de los problemas derivados de la crisis económica más importante desde 1929. Apertura, diálogo, fortalecimiento de las instituciones internacionales y aceptación de una nueva relación de fuerzas mundiales que obligan a negociaciones y acuerdos más amplios que los del G-8.También en abril pero en Praga, ante 30.000 personas, expuso en un formidable discurso las bases de su política de no proliferación nuclear. Como objetivo de largo plazo, Obama planteó un mundo sin armas nucleares. Esa propuesta de desarme completo se apoya en la "autoridad moral" de admitir haber sido el único país que utilizó la bomba atómica. Es un horizonte en el camino, difícil de alcanzar. Pero con cuidada elocuencia, quedó claro que es el objetivo de las acciones de Obama en tema tan delicado para el equilibrio internacional.Entretanto, para encauzar a los Irán y Corea del Norte, se precisa una negociación global que implique la reducción de los arsenales estadounidenses. En junio pasado Obama y Medvedev avanzaron en este sentido marcando la voluntad de un desarme conjunto que seguramente se traducirá en un acuerdo bilateral que venga a reemplazar el Start de 1991 que vence a fines de este año.Estados Unidos votó un cambio en noviembre de 2008. Lejos del reflejo antiliberal y fundamentalista del presidente Bush, el "yes we can" de Obama tradujo el convencimiento ciudadano de que efectivamente había espacio para reformular la mejor tradición democrática de los Estados Unidos, y que las urgencias internacionales debían de ser enfrentadas de forma distinta.Es claro que un nuevo orden internacional no se genera únicamente desde la multiplicación de discursos, por muy conmovedores y excepcionales que sean. Pero es claro también que la decisión de Obama de abrir nuevos espacios de diálogo y reconocimiento del Otro en política exterior, presente en sus principales discursos de estos meses, pretende fundar inequívocamente un nuevo tiempo internacional que vaya más allá de las heridas abiertas por el 11 de setiembre de 2001.Un tiempo en el que la inteligencia de la palabra, la sutileza del matiz, la fuerza del argumento y la luz de la convicción racional son protagonistas. Luego de los asfixiantes ocho años de presidencia de Bush, Obama viene a aportar la bocanada de oxígeno, desde el centro de Occidente, que todos estábamos necesitando para reconciliarnos con la inteligencia de la Humanidad.Sin infantilismos, sin ingenuidades, sin exaltaciones, desde la periferia del subcontinente americano, importa percibir estos cambios esenciales en la política exterior de Estados Unidos.Se va delineando el contorno de un nuevo orden internacional en el que lo mejor de la tradición democrática y republicana de Estados Unidos, su modernidad tolerante, abierta, pluralista y universalista, está llamada a ser el norte que guíe a la primera potencia mundial en tiempos excepcionales de crisis económica y medioambiental.Barack Hussein Obama es el que en estos primeros meses de mandato ha encarnado con particular brillantez retórica y eficiencia práctica esa formidable tradición estadounidense de la que tanto, siempre, tenemos que aprender. Porque la victoria del verbo y la racionalidad por sobre el fundamentalismo ensimismado es el triunfo de lo mejor de nuestra civilización para la Humanidad. (*) Profesor de Sistema Internacional Contemporáneo.FACS, ORT - Uruguay
En estos dos meses que lleva en la presidencia de la Unión Europea, Francia ha debido atender dos dimensiones geopolíticas claves. Por un lado, el presidente Sarkozy ha querido dinamizar las relaciones mediterráneas; por el otro, le ha tocado dirigir la Unión en tiempos de grave crisis militar en la zona de influencia rusa en el Cáucaso. La frontera sur-sureste de la Unión Europea está formada por doce países con un total de 277 millones de habitantes. Además de la sempiterna inestabilidad del Oriente Medio, el Mediterráneo tiene por delante el desafío de una mayor y mejor colaboración económica y comercial regional. Importa para ayudar a controlar el imparable flujo de inmigrantes que ilegalmente llegan a las costas europeas, y para mejorar la seguridad europea. La iniciativa de la "Unión por el Mediterráneo", de hace dos meses atrás, fue promovida por Sarkozy. El proceso llegó a buen puerto europeo desde el momento en que se incluyó la voluntad alemana de contemplar el papel de las potencias continentales en el diseño de las políticas públicas comunes a la región mediterránea. Una mayor colaboración en la mejora de la calidad de las aguas del mar, un avance decidido en un plan de desarrollo de paneles de electricidad solar situados en la ribera sur y que provean de energía a los centros europeos, y un mayor énfasis en la cooperación educativa desde la universidad euromediterránea de Portoroz en Eslovenia son algunas de las dimensiones de este importante proyecto de Unión por el Mediterráneo sobre el que puso énfasis Francia. Sarkozy encontró los equilibrios necesarios para avanzar en su iniciativa con respecto a la frontera sur- sureste que tantos desvelos causa a Europa. Pero no se quedó allí. Equilibrios y sutilezas han sido también necesarios para enfrentar la crisis por el flanco este europeo. La invasión militar rusa a Georgia puso a Europa frente al espejo de sus diferencias estratégicas internas. Polonia y república Checa avanzan en la defensa militar propuesta por Estados Unidos. Temen, junto a las repúblicas bálticas, la vieja belicosidad del gran vecino del este. Gran Bretaña, en la misma línea, llamó a sancionar duramente la política exterior rusa, incluso excluyéndola de las reuniones futuras del G-8. Francia y Alemania, por su lado, son conscientes del peso decisivo ruso en la ecuación internacional actual: no solamente como principalísimo proveedor de materia prima energética a todo el continente, sino como interlocutor relevante en Medio Oriente y en particular en el tema nuclear iraní. Y también son conscientes de la necesidad de que la Unión Europea se exprese a través de una voz unívoca en la actual crisis del Cáucaso. El antecedente de la independencia de Kosovo fue claramente advertido por la diplomacia del presidente Medvedev. No solamente Occidente contradijo los históricos intereses paneslavos en esa región al contrariar la unión territorial de Serbia – algo ciertamente discutible -, sino que habilitó la multiplicación de este tipo de entidades estatales. Así, el reconocimiento de la independencia de las dos regiones de Georgia, Osetia del Sur y de la provincia de Abjazia, busca apoyarse de alguna forma en el mismo principio que habilitó, con anuencia europea y occidental, la independencia de Kosovo. La justificación de la implementación del principio de guerra preventiva, que de alguna forma inspiró a la administración Bush a invadir Irak – aunque sus invocados motivos fueran luego furibundamente desmentidos por la realidad – también ha venido en ayuda de una Rusia que siente demasiado cerca la presencia occidental en su histórico espacio natural de influencia. Así lo expresó en junio, en París, Vladimir Putin, en entrevista que se transcribió en "LETRAS INTERNACIONALES" y que advertía a la OTAN sobre los riesgos para la seguridad colectiva de su desarrollo hacia el Este europeo. En este marco, la presidencia francesa de la Unión Europea asume el riesgo del equilibro extremo. Más proclive a la OTAN que sus antepasados gaullistas, y más consciente del verdadero papel que pueden cumplir las potencias europeas en el régimen colectivo de 27 países, Sarkozy no puede negar, sin embargo, el peso específico de Rusia. Por eso ha sido un triunfo que tanto las autoridades de Georgia como las de Rusia se hayan visto satisfechas con la posición europea luego de la cumbre extraordinaria de los líderes de la Unión el 1º de setiembre pasado en Bruselas. Todos esperaban la cumbre Unión Europea- Ucrania del 9 de setiembre. Iba a ser otro ejercicio de equilibrio hacia adentro de la Unión Europea, con respecto a los países bajo influencia rusa, y frente a la política exterior de esta nación. En el momento que elaboramos este artículo los resultados no se anuncian demasiado prometedores. La sutileza francesa es tanto más necesaria cuanto lejana está de los débiles matices de inteligencia plural que pueda aportar la administración Bush en toda esta crisis. Los viejos reflejos neoconservadores hicieron que rápidamente Estados Unidos movilizara una flota de la OTAN en el mar Negro, cerca de las costas de Georgia. Francia, una vez más, como en 2003 con Irak y en la actualidad con Irán, subraya la esterilidad de toda movilización militar que deje de lado el diálogo. Lejos de demonizar a Rusia, lejos de pensar las relaciones internacionales en torno a ejes maniqueos buenos- malos, Sarkozy es consciente del necesario equilibrio de poderes en la escena internacional. Rusia precisa de un interlocutor coherente y sutil. Europa precisa de un protagonismo internacional que asegure una voz distinta a la neoconservadora estadounidense en el concierto de potencias occidentales. Francia, en estos meses y desde la presidencia de la Unión Europea, debiera seguir asumiendo ese importante papel que responde a su historia y vocación universalista. *Profesor de Sistema Internacional Contemporáneo Depto de Estudios Internacionales FACS- ORT Uruguay
Los resultados de las elecciones del 9 de marzo en España, previsibles de acuerdo a los anuncios de las encuestas de los días previos, presentan un gran interés. La victoria del estilo Rodríguez Zapatero con su Partido Socialista Obrero Español (PSOE) por un lado, y la reafirmación del esquema bipartito por el otro, son características de un país completamente integrado a los nuevos tiempos del mundo.El estilo Zapatero, hecho de convicciones firmes, entusiasmó a los españoles. Apertura a las minorías sociales y regionales, cierto feminismo bien entendido, posicionamiento de España como protagonista europeo y mediterráneo, interlocutor válido de América Latina, pragmatismo y renovación generacional… todas características de estos años de gobierno de una izquierda moderna. Representa a una generación de españoles pragmática, que ha dejado atrás pesadas herencias tradicionalistas, que está a la vanguardia de cambios sociales y que conjuga un envidiable espíritu de integración, tolerancia y apertura.La izquierda fue prácticamente monopolizada por este PSOE. Izquierda Unida, como el Partido Comunista en las elecciones presidenciales del 2007 en Francia, se enfrentó a una previsible debacle electoral alimentada en propuestas del pasado que se resisten a leer la realidad social, económica y política de los nuevos tiempos capitalistas. Es esperable que este PSOE en alianza con los catalanes de Convergencia y Unión (y quizá también con los representantes del Partido Nacionalista Vasco) siga afirmándose en un camino marcado por la moderación de las propuestas y la certeza del rumbo.El Partido Popular (PP) por su parte confirmó su papel de alternativa política. Ganó 6 diputados con relación a 2004. Pero, apoyado en un contundente discurso conservador, no logró convencer a la mayoría de los españoles de que el principal problema era la economía. España ha venido sosteniendo un crecimiento importante en estos años y las perspectivas menos halagüeñas para los próximos meses no son distintas a las de otros países del continente. Los españoles no siguieron por tanto el razonamiento de Rajoy.La democracia española salió fortalecida. Lejos quedará esta "legislatura de la crispación", hecha de cuatro años en los que el convencimiento del PP de haber sido perjudicado electoralmente por el atentado de Madrid del 11 de marzo de 2004 exasperó los ánimos políticos del país. Se abre paso así un escenario político hecho de un presidente de gobierno completamente legitimado por las urnas, y de una oposición convencida y que representa un 40% del total de los españoles.Los debates de España no girarán en torno al respeto del Estado de derecho, a las dificultades de la inserción regional, o a la defensa del sistema democrático de gobierno puesto en tela de juicio por las corporaciones. No habrá tentación populista, expreso deseo de reelección bonapartista, amenaza militar o discusión sobre la pertinencia del beneficio de las inversiones extranjeras en la economía nacional. Los debates sobre el reparto de la riqueza no incluirán consignas centradas en las lógicas de la lucha de clases.Luego de las elecciones de marzo 2008, España seguirá conjugando democracia, economía de mercado y Estado de bienestar. Los debates serán en torno a la mayor y mejor combinación de estas tres dimensiones. Ni el PP ni el PSOE, que representan más del 85% del total de los españoles, ponen en tela de juicio sus pilares de convivencia. ¡Salud España! Profesor de Sistema Internacional ContemporáneoLic. en Estudios Internacionales. Universidad ORT - Uruguay
Dados los antecedentes históricos del Presidente Robert Mugabe, el mundo entero sabía que las elecciones que se avecinaban serían, casi seguramente, una reedición de las más obscuras prácticas que su régimen siempre utilizó.Pero, esta vez, parecía que había una oposición fuerte y decidida a enfrentar al partido oficial. Es más, la primera vuelta, el 29 de marzo, la había situado con perspectivas auspiciosas de alcanzar la presidencia. A pesar de las brutales presiones del gobierno, Tsvangirai había superado a Mugabe en esos comicios cuyos resultados demoraron semanas en ser conocidos, lo que dio lugar a manifestaciones de protestas populares contra el gobierno.La barbarie se desató a mediados de junio en Zimbabwe. Algunos casos dantescos llegaron a conocimiento de la prensa extranjera. Fueron al menos 86 los militantes del Movimiento por el Cambio Democrático (MDC), la oposición al presidente Mugabe, que fueron asesinados en esas semanas por las milicias vinculadas al partido del presidente, la Unión nacional africana de Zimbabwe – Frente Patriótico. Entre ellos la mujer de un líder local del MDC, que fue quemada viva por la milicia progubernamental, luego de sufrir la tortura con amputación de manos y pies. Se cuentan por miles los lesionados, y por cientos de miles los habitantes desplazados forzosamente en la campaña para evitar que pudieran concurrir a las urnas el día de la elección.Pero la represión también llegó a las principales figuras de la oposición. El número dos del MDC, Tendai Biti, fue preso el 12 de junio cuando volvía de su exilio de África del Sur, acusado de alta traición. Morgan Tsvangirai, el ex sindicalista de 56 años líder del MDC, fue preso en varias oportunidades en plena campaña electoral; en su último acto de campaña, 2.000 partidarios de Mugabe golpearon a los manifestantes pro- MDC con palos y barras de hierro. Frente a la "orgía de violencia", Tsvangirai entendió que no podía pedir a su partido que participara en un acto electoral que ponía en riesgo la vida misma de los electores. Su decisión, cinco días antes de los comicios, fue de renunciar a postularse a la segunda vuelta de la elección presidencial prevista para el 27 de junio. La respuesta oficial fue de beneplácito. "Sólo Dios me puede retirar el poder que me ha dado", había ya alegado el sempiterno presidente Mugabe (84 años). La segunda vuelta lo tuvo como solitario candidato y obtuvo así el 85% de los sufragios, cuando en la primera vuelta había llegado en segundo lugar (a pesar de los masivos fraudes electorales) con el 43,2 % de los votos. Policía y milicias gubernamentales obligaron a los ciudadanos a concurrir a votar el 27 de junio, de forma de alcanzar cierta participación que, según fuentes oficiales, fue del 42% de los habilitados para votar. Las reacciones internacionales no se hicieron esperar. Javier Solana denunció lo que llamó un "simulacro de democracia"; Bernard Kouchner calificó a Mugabe de "asesino" y, Estados Unidos y el Reino Unido, reafirmaron que el gobierno de Mugabe perdió toda legitimidad. Canadá tomó medidas concretas contra las autoridades de Zimbabwe cuyos aviones además, no podrán sobrevolar o aterrizar en territorio canadiense.El tema de las elecciones en Zimbabwe se trató en la reciente sesión ordinaria de la Asamblea de la Organización de la Unidad Africana, que se reunió en Sharm-el-Sheik (Egipto), pero no se llegó a una condena explícita. La Asamblea recibió a un Mugabe decidido a defenderse de cualquier acusación de fraude y violencia política y que encontró aliados entre sus pares. El presidente de Gabón, Omar Bongo Ondimba, en el poder desde hace más de veinte años, afirmó que "los africanos son capaces de decidir por sí mismos. Hemos acogido a Mugabe como a un héroe".La clave es la posición de los países de la región. Zambia, Tanzania y Botswana son críticos del camino emprendido por Mugabe. Pero África del Sur, el actor de peso en África Austral, es el principal sustento de Mugabe. El presidente sudafricano Thabo Mbeki vivió en Zimbabwe parte de su exilio en tiempos del apartheid. Su gobierno ve con buenos ojos una apertura al diálogo entre Mugabe y la oposición y una negociación que permita alcanzar "un gobierno de transición". Empresa a todas luces imposible en el Zimbabwe de hoy. Las presiones internacionales europeas y norteamericanas no alcanzaron para revertir la situación de Zimbabwe. Mugabe, por el contrario, apoyado en actores regionales, se ha reafirmado en su camino de barbarie. La responsabilidad de África del Sur es, en este sentido, patente y grave. Entretanto, la catástrofe a la que ha llevado el gobierno de Mugabe se agrava. La inflación no para, la desocupación llega al 80% de la población, la desintegración económica y social se profundiza: en la actualidad, se precisan más de 6 mil millones de dólares zimbabwenses para obtener un dólar de Estados Unidos… El futuro de Zimbabwe es angustiante; las responsabilidades de la barbarie desatada compartidas, entre el sanguinario Mugabe y sus apoyos internacionales. Profesor de Sistema Internacional ContemporáneoLic. en Estudios Internacionales. Universidad ORT - Uruguay
Las recientes y publicitadas reuniones de empresarios brasileros y estadounidenses en los EE.UU, y con la presencia más que significativa del Presidente George Bush, vienen a confirmar el papel preponderante que juega Brasil en la región. En la profundización de un diálogo privilegiado con Estados Unidos que no es reciente, Brasil avanza como actor internacional de primera línea.Para contrarrestar las ambiguedades en el alineamiento de la Argentina de Juan Domingo Perón, Brasil fue el interlocutor norteamericano por excelencia: participó militarmente de la segunda guerra mundial y fue protagonista de la definición hemisférica continental del orden militar de posguerra. La rivalidad- cooperación con la Argentina fue una constante de la segunda mitad del siglo XX: en la influencia sobre los países menores de la región, en la construcción de una industria aeronáutica regional, en la investigación nuclear militar de los años setenta, en la decisión de los ochenta de avanzar en una unión regional conjunta. Hasta la debacle argentina de 2001- 2002 hubo una relación propia de dos países que se reconocían como potencias regionales. Pero el progresivo crecimiento brasilero, demográfico, económico y comercial, sumado al fenomenal retroceso argentino, han ido cambiando el escenario. La población brasilera crece un Uruguay por año; es uno de los principales exportadores del mundo de carne y soja; se autoabastece en petróleo; ha diversificado la naturaleza y el destino de sus ventas al exterior; logró estabilizar sus índices macroeconómicos, y es principalísimo actor influyente en el espacio de la lusofonía, lo que le permite, además, cierta influencia en la costa occidental de África. Haciendo pie en esta evolución reciente y en su tradicional papel de potencia regional, debe tenerse presente el papel de Brasil para atender la evolución de las situaciones conflictivas en la región: la estabilización del Paraguay, la crisis boliviana, la intervención militar en Haití, el diferendo colombiano- ecuatoriano, el conflicto argentino- uruguayo por las plantas en el río Uruguay, y la relativa contención a las facetas más explosivas de la política exterior de Chávez.La función de gendarme regional no se hace a contrapié de una coordinación con los Estados Unidos. Por el contrario, Lula ha sido el único presidente de la región que ha sido largamente recibido en Washington por Bush: se ha reafirmado con el gobierno de izquierda brasilero, una alianza tradicional de los dos países, que a los dos beneficia. La reciente propuesta de mayor apertura y coordinación militar de los países de América del Sur en torno al eje brasileño va en este sentido y es la culminación de una evolución que, desde Uruguay, debe ser vista con atención. Y no porque la voluntad brasilera se traduzca por medidas unilaterales. Por el contrario, la desestabilización boliviana reciente muestra, por ejemplo, una fuerte coordinación norteña con… Chile. Todo esto debe ser analizado de manera mas que cuidadosa porque Uruguay se enfrenta a una inequívoca hostilidad argentina que no ha querido ser enfrentada por Brasil. Se ha roto así la vieja lógica pendular de las alianzas uruguayas en el Plata y se ha abierto un gran signo de interrogación en nuestra dimensión de seguridad nacional, a cuya solución no ha ayudado la posición de nuestro gobierno sobre una profundización de la relación bilateral con EEUU.Importa anotar que la alianza brasileña con EEUU no va en desmedro de un papel relevante de nuestro vecino en el planteo de las reivindicaciones de los nuevos países que se afirman en la escena internacional con la globalización. Brasil ha sido motor fundamental del G20, reclama el libre comercio de productos primarios agrícolas que le asegure pesar cada vez más y mejor en el estratégico mercado internacional de alimentos, y teje alianzas comerciales con Rusia, India y China (el grupo de países BRIC). El ejemplo de la industria cárnica es ilustrativo: Brasil ha invertido estratégicamente en toda la región y, en el mediano plazo, quiere incidir por su propio peso económico en la conformación de precios de este importante mercado. La promocionada reunión de empresarios americano-brasileña no hace más que mostrar evoluciones de largo plazo que confirman el lugar privilegiado de Brasil en la región. El Uruguay vive, lamentablemente, obnubilado por las problemáticas argentinas que inundan medios de comunicación e influencian análisis y opiniones. Conviene entonces prestar atención a los caminos emprendidos por nuestro gran vecino norteño que se va consolidando como principal actor del nuevo escenario internacional y como aliado estratégico de EEUU en la región. Prof. de Sistema Internacional ContemporáneoDepto de Estudios InternacionalesFACS – ORT, Uruguay
El 14 de abril pasado la oposición política de Zimbabwe, liderada por Morgan Tsvangirai y su Movimiento por el cambio democrático (MDC) llamó a una huelga general. Se trató de un intento más de presionar para acceder a los resultados oficiales de la elección presidencial del 29 de marzo que, de acuerdo a diversos analistas, pondrían en tela de juicio la reelección del presidente Robert Mugabe.La situación en Zimbabwe preocupa a una Africa austral que no quiere enfrentarse a una situación de desestabilización que, en particular para Africa del Sur, contradice sus intereses de potencia regional ineludible.El presidente Mugabe, de 84 años, está en el poder desde 1980, cuando alcanzó el cargo de primer ministro luego de liderar una guerrilla nacionalista contra el gobierno blanco que constitucionalmente había definido una suerte de apartheidracial en los años setenta. Ese mismo año, los británicos acordaron la independencia de Rhodesia del Sur, que se transformó en el actual Zimbabwe.Mugabe es, en realidad, el último sobreviviente de los grandes líderes políticos que condujeros el proceso de descolonización. Y en parte por ello Mugabe es presidente desde 1987. Luego es reelecto, en comicios discutidos, en 2002. Al año siguiente se desató una crisis agrícola de magnitud ya que el poder presidencial expropió las tierras de los grandes terratenientes blancos. Al año siguiente, el viejo granero del sur de África, no alcanzó siquiera a satisfacer su demanda interna de alimentos de origen agrícola.Con más de 13 millones de habitantes, Zimbabwe presenta índices de desarrollo escalofriantes. La esperanza de vida es de apenas 39 años, el 20% del total de la población adulta está infectada por el virus del sida, el 80% de la población no tiene trabajo, el crecimiento en 2007 presentó un guarismo negativo de 6% y la inflación a enero de 2008 era de 100.000% (cien mil) anual. Después de ocho años de depresión económica y de resultados nefastos, los cambios políticos en Zimbabwe son urgentes. Sin embargo, Mugabe asegura que la oposición no llegará al poder mientras él esté vivo. Para contrarrestar esta situación caótica, Mugabe ha prometido la "indigenización" de las empresas – suerte de nacionalización étnica – y el aumento de salarios públicos. Medidas que son insatisfactorias para una población agobiada que hace tiempo que descree de Mugabe. Es que en realidad, las energías del gobierno están puestas en la implementación de fraudes electorales masivos como los que muy probablemente hayan ocurrido en las elecciones del 29 de marzo. El continente africano presenta recurrentemente situaciones de desorden político extremo. Los procesos de descolonización de los años sesenta y setenta no lograron generar, en la mayoría de los casos, estados-nación que institucionalmente aseguraran el desarrollo del bienestar de sus poblaciones. Los paradigmáticos casos de Mobutu en el Congo o de Mugabe en Zimbabwe ilustran estas situaciones que ponen en tela de juicio la viabilidad misma del Estado.A esta dificultad institucional esencial se agrega la falta de cultura política pluralista que abra paso a una alternancia en el poder de distintos partidos que acepten la discrepancia como un escenario natural de la democracia, sin que ello implique la liquidación de quien piensa distinto.Alcanzar el poder se transforma así en un objetivo en sí mismo, que permite el desarrollo de cleptocracias muchas veces apoyadas desde distintas ex potencias coloniales europeas, y que dejan perdurar en el tiempo regímenes de explotación económica que favorecen intereses capitalistas centrales. Un dato alcanza para ilustrar esta realidad: el total de la deuda externa del continente subsahariano es menor al conjunto de depósitos de orígenes africanos privados – por lo general, empresarios y políticos - que descansan en bancos europeos.El ejemplo de Mugabe prolonga, en el siglo XXI, una situación que no es nueva en el continente pero que igualmente siempre termina llamándonos la atención. Ni espíritu republicano, ni respeto institucional democrático, ni sentido histórico nacional, ni perspectivas de desarrollo de largo plazo. Zimbabwe se enfrenta a una desintegración social cuyas consecuencias serán, sin dudas, a la vez angustiantes y duraderas. Profesor de Sistema Internacional ContemporáneoLic. en Estudios Internacionales. Universidad ORT - Uruguay